1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite? y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres.
1.1 Suponte que el cielo existe y que se te ocurrió morir a las seis de la tarde o, mejor, que tu asesino te haya matado a esa hora o, si lo prefieres, que el tiempo que todo lo coordina haya sincronizado con gran precisión los relojes para que murieras en tu país a las seis de la tarde sin que tú ni tu asesino anduvieran preocupados por la puntualidad. Si el cielo existe, a las seis y cuarto llegarías a sus puertas remolcado por la columna de humo de alguna chimenea próxima al sitio donde habría quedado tu cuerpo. Las puertas están abiertas de par en par, entras, caminas, buscas por uno y otro lado, pero no hay nada, no encuentras a nadie: El cielo es un hangar infinito, piensas y te pasa por la conciencia la imagen de la mujer que en mitad de la lluvia te negó la sombra seca de su paraguas.
1.1.1 Suponte que además de cielo, haya Dios: tu ascenso y llegada son los mismos, sólo que ahora encuentras un mostrador y, detrás del mostrador, un mayordomo de levita verde que te hace señas con su linterna de bencina para que te acerques. Das unos pasos y en el acto descubres en el verde chillón de la levita que el cielo no es lugar para ti, que a ti te corresponden otros pasatiempos: descifrar de por muerte las razones por las que esa mujer se negó a compartir contigo su paraguas, y otros asuntos por el estilo.
1.1.1.1 Suponte que haya Dios y que te está esperando, que cruzas la eternidad y el infinito que no son otra cosa que una fila interminable de salitas de espera, salas y antesalas de espera, y que al final, o lo que tú consideras el final, encuentras unos muebles como de cafetería, con sillones confortables de plástico azul, imitación cuero, y que tomas asiento convencido de que si Dios te aguarda: tú debes reunirte ahí con Él. Palpas el forro azul del sillón y tus antiguos hábitos te hacen desear una leche malteada; pero Dios, aunque te esté esperando, no llega y en su lugar, asociado por la malteada y el deseo, lo que viene a ti es el recuerdo de la mujer que en la lluvia te dijo: No.
1.1.1.2 Suponte que Dios llegue: el recorrido previo podría ser idéntico a excepción, claro está, del color de la levita del mayordomo, porque si Dios llega la levita tendrá que ser color obispo. Tú estás sentado en el sillón azul de plástico deseando una malteada y en ese momento llega Dios disfrazado de camarero y sobre una charola trae precisamente esa malteada que tú deseas; viene con corbata de moño y un higiénico bonete en la cabeza. Tú te levantas respetuoso y lo invitas a sentarse, Dios accede y le convidas un sorbo de tu leche, pero Él declina y te explica que acaba de comer, que te lo agradece pero que no tiene apetito. Tú retrocedes apenado: comprendes que fue impropia la manera confianzuda con la que le ofreciste el sorbo y, temeroso de haber cometido una imprudencia, preguntas si se puede fumar. Te responde que sí y hasta te acepta un cigarro. Tu mano tiembla por estar encendiendo fósforos humanos en la cara de Dios. Sin embargo, Dios aspira y comenta: Son buenos sus cigarros, ¿tabaco rubio? No, contestas sin darte cuenta de que corriges nada menos que a Dios, son de tabaco oscuro. Está menos procesado, ¿verdad?, dice Él, y tú contestas que sí, que se trata de cigarros baratos. Pues están magníficos, asegura Él. Tú aspiras el humo y piensas que no son tan buenos, pero no te atreves a decirlo. Dios mira a su derredor y hace un comentario a propósito del plástico azul de los asientos, algo acerca de que parece cuero. Tú le das la razón, Dios termina su cigarro y dice: Bueno, pues Yo, usted sabe, tengo que irme, ha sido un placer. Tú no atinas a decir nada y, cuando Dios se aleja por entre los sillones que parecen forrados de cuero azul, recuerdas el modo como tu asesino se alejó por la calle mientras llovía y la cara de la mujer que no quiso aceptarte bajo su paraguas.
1.2 Suponte también que no haya nada, que tú te mueres a las seis de la tarde porque la lluvia te obliga a buscar dónde protegerte y el techo hospitalario que te pareció inofensivo ocultaba al criminal que habría de matarte a resultas de que hubo una mujer que no quiso compartir su paraguas contigo. La chimenea soltaría al aire su bocanada sucia, la lluvia atravesaría el humo y lo bajaría al piso vuelto hollín, polvo finísimo mojado que el agua arrastraría junto con tu último suspiro hacia la alcantarilla. Al día siguiente tu cuerpo lavado por la lluvia sería encontrado: Un muerto, gritarían; pero tú no oirías nada, ni siquiera el sonido de la lluvia, ni los pasos de tu asesino, ni el no de la mujer que te excluyó de su paraguas; no oirías ni verías ni sabrías nada: nada de leches malteadas, ni de pláticas con Dios, ni mayordomos de levita, ni sillones que parecen de cuero. No habría nada.
2. Ahora suponte que abajo del paraguas ella te contesta: Sí, claro, acompáñame. Y tú, indeciso y sorprendido por haber repasado algunas consecuencias de su negativa anterior, comienzas a contarle que el "no" que te dijo en otro cuento te lanzó a las manos de un asesino y a unas pláticas con Dios y a una serie de hipótesis que ella festeja riendo, justo cuando pasan frente a la puerta donde está el asesino que espera que tú llegues chorreando para matarte; pasan de largo y, como la tarde está de perros y apenas son las seis, ella propone entrar en la cafetería que queda en la calle siguiente, la cual, por supuesto, tiene los sillones azules. Entran, se sacuden la lluvia que les perla la ropa, y ella pide una leche malteada y tú, un café.
Oscar de la Borbolla
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