No sé sà alguna vez alcancé a contarles la historia de mis dÃas sin Mariano. Algunos — como hoy —, fueron un misterio y un sentimiento hondo disparatado con mi pretensión de revivirlos. Mariano no era un hombre para mÃ; no era hombre para que yo — ni nadie— cayera en el tormento. Quizás una esposa bien adiestrada, todavÃa dÃscola por insatisfacción y muy apegada a la buena vida. 0 una amiga lejana y algo maltrecha como los recuerdos de colegio, demasiado torpes para ser ingeniosos y demasiado ávidos para ser Inocentes.
Y ahora que trato de contar — y es la primera vez que lo hago en mucho tiempo— con esa ligereza que da la sinceridad. con ese vuelo de las dos manos sobre la máquina portátil siento la invasión de la aventura. Insufrible, maltratada y llena de miedos soy lo que quedó después de Mariano pero también soy la que fuà durante el tiempo que duró la cosa: una intolerable y llorosa condena. a la prueba vieja como todas estas historias; infatigable vÃctima de una situación trivial: macho argentino, mucha seducción, poco caletre, cero en valoración afectiva; hembra argentina, sumisa y ansiosa depositaria de afanes, heroÃna de una tradición que exige hombres implacables y mujeres achuradas, lamentable binomio para una novela sin excesos, protagonistas de momentos demasiado largos en que lo escaso del goce desequilibró el fiel de la balanza. Sin embargo, debo confesar, que el muy condenado me dio placer. Varón doble, niño asesino, homicida de manera afable, cuánto me hizo gozar a veces. Paradójicamente, mis goces no tuvieron nada que ver con los sentidos. No son los ejemplares como Mariano quienes mejor hacen gozar a las mujeres sino los poetas de recursos magros, los, varones complacientes, los tranquilos y seguros capitanes de tormentas. Creo haber dicho que la placidez, el tiempo holgado, una lánguida humildad, conducen a la hora de los grandes suspiros. Y no eran esos los goces procurados aunque todos descuenten que Mariano — su porte, su aureola reluciente, su aura afortunada— logra grandes cosas al respecto. Voy a desvanecer esa ilusión. Voy a bajar sus humos. Amorosamente todavÃa, me ocuparé de colocarlo en su lugar. No era el gran hallazgo en la materia: demasiado apuro, demasiado nervio, demasiado rechazo visceral que le llega sabe Dios de qué escondidos resabios que lo vieron niño colegial maliciosamente atraÃdo hacia la maestra, joven arrogante, hombre de suerte (lo dicen con envidia) acostumbrado al consentimiento, accesible y ansioso de mujercitas de paso. Que también hubo de las otras, vaya, si las hubo. Debe haberlas todavÃa y mi razón vacila escudriñando sus secretos mal guardados. ¡Ah, cómo deslizaba aquà y allá una y cándida o perversa alusión a su entusiasmo fulminante! Y cuánto pude sufrir! Pero no fueron esos goces sensuales los que consiguió conmigo sino otros, más hondos y veraces, los mejores quizá porque correspondÃan a otras zonas. Quién lo hubiera dicho. Mariano, que nunca pudo terminar la última página de un libro, Mariano cuya voz se habÃa enronquecido en mandos arbitrarios, precisamente Mariano que no ha tenido más travesura que la mesa de trabajo, más misterio que una cama y más cultura que la que le dio el barniz de una educación parcial. Pero precisamente por todo eso y aun por algo más que me reservo, Mariano me dio goces, graciosamente entrelazados con lo mejor de mi naturaleza. Y es justo que esta noche cuente la historia de mi gratitud por la privacidad de sus almuerzos que se parecÃan a los favores reales, almuerzos en los que se cruzaban y fundÃan sus miradas y las mÃas; sus intenciones secretÃsimas y ms intenciones; hora y media de sol, paréntesis celeste, intermezzo en el mare mágnum de su vida dentro del que podÃamos contarnos anécdotas que dábamos por ciertas y otras más Ãntimas, cuya gracia alentaba lo profundo de nuestra condición. Le debo goces tales. Y tantos, su voz muy dulce, rescatando en el teléfono la explosión amorosa que, frente a frente, exigÃa buena dosis de whisky. Por ejemplo: aquellas rosas que anunciaban: créame que necesito verla. Por ejemplo: aquella muestra de entusiasmo que levantaba el escote de mi blusa. Los candorosos celos que Mariano exponÃa sin pudor alguno. Por ejemplo: su buena fe abrumadora. Hasta sus embrollos y mentiras, ¡Ah cuánto gozo debo a estos veinte meses atroces! Ustedes lo presienten; dejan que algunos llamen cursi a lo que ocupa cada vÃscera con salvaje impertinencia. Hacen como que ignoran lo desierto que se queda Buenos Aires sin Mariano. Ya lo dije siempre: un pueblo. Un bajo en la depresión del rÃo, un punto en el hemisferio austral que no vale la pena clasificar. Y no exagero. Tal era el tiempo sin él. En rigor a la verdad, fueron dÃas muertos porque Mariano actuaba o Mariano era tentado por la carne o Mariano cambiaba de ubicación durante el lapso en el que —naturalmente— la vida también se detenÃa. Como esta lluvia de hoy 2 de febrero entre chaparrón y chaparrón. A Mariano que ama la forma de llover. Que abre la ventana, que corre la cortina, que bebe un whisky para desinhibirse. Cuánta ilusión habÃa en la hora de la cita y en el ascensor que me depositaba fresca y graciosa a pocos metros de sus brazos. Lo cierto es que a sus brazos fuà a dar contadas veces, o me lo pareció. Pero cuán profundo era el goce de su perplejidad si me mostraba segura de mà misma y el de su veteranÃa si me mostraba segura.
Hay partes que no configuran esta historia y aun asà son matices del recuento: me refiero a la vida que llevó Mariano a sus espaldas. La vida propia y sostenida por Mariano. Aquello que solÃa llamar sus trampas. Aun si enumero cuánto de mal y de repudiable hubo en todo eso, surge en cada lÃnea que escribo para ustedes la dosis placentera con que a la hora de la cita me volvÃa inexplicablemente atractiva, apta para la esperanza y para cuanto tuviese que ocurrir.
Debo aclarar que vi morir el amor de Mariano como una velita que se sostiene con el aliento de un enfermo grave. Tengo al enfermo esta noche listo para la vivisección, la luz extenuada. Sin embargo, sé que — distinto a todos— no haré vivisección alguna. Me inclino reverente ante sus dedos de espátula y me asalta ternura por uñas corroÃdas. No habrá — como otrora, con otros— vivisección para Mariano. Entero por haberme querido, enterÃsimo por macho argentino y entero por insuficiencia amorosa. A cambio de eso, le pertenecà del todo, como si hubiera sido un gran amante clásico y no el flojazo que es. Le pertenezco y asà será durante mucho tiempo como si todos los goces del cuerpo hubieran hecho tañir con voces de rico instrumento musical, mi voz, mi piel, mis ojos. Todo lo que tuvo Mariano sin desearlo demasiado o quizá por eso. Él, que vivÃa apresurado, distraÃdo, todo me lo dio sin cambiar sus actitudes – flojo, falso, dual, poco generoso— seguro del sometimiento. Esta tarde en que estamos — como siempre— separados, la vida se me va tras de sus pasos, semiasfixiada de ansiedad por el misterio de su viaje actual, sin goce frente a las teclas de la máquina. Anochece, llovió como la tercera vez, cuando Mariano levantó la persiana y bebió otro trago absorto, ausente. Yo y Mariano ya no somos uno, debo ser realista, leal y fiel tal como vociferaba. Pero he gozado tanto con Mariano (a veces sin tocarlo, otras absorbiéndolo) que nuestra historia es como una cúpula nocturna dentro de la cual acaba de morir un astro. Que lo elija cada lector. Que lo elija Mariano. Hay que ponerle un nombre vital y común como las cosas que le gustan: un nombre de caballo a un astro que se muere. Conjurar tanto disparate. Volver a buscarlo aunque sea para recordar, grande es la memoria.
Y quien les dice que Mariano se sienta extraño como puede estarlo un gran macho argentino, corrido por sus ambiciones, por sus miedos y sus limitaciones. A lo mejor — quién sabe— suspirará despacio sobre el lado que le corresponde en la almohada conyugal. SegurÃsimo de haber zafado ya, cuando lo único cierto es que abrió la ventana y se puso a escudriñar hasta dar con la estrella que me habló — hábil mundano— (cuyo nombre —lástima— no alcancé a escuchar), lástima grande que eligiera una estrella que agoniza. Que tiritó entre ambos pero en seguida se agitó para morir. Sabido es que hasta las estrellas envejecen. Que se muere. Y bien: esta noche, sin que nadie lo sospeche, ha traÃdo goces del alma a un cuerpo escuálido. Mis lectores anotarán como lugar común, aquello de morir de frÃo. Lo anotaran, pondrán un interrogatorio en el haber de Marta que les cuenta una historia. Mi Mariano (y casi da risa comprobarlo), el poderoso, habituado a violar intimidades y acceder a voluntad, el hombre siempre por la afirmativa es un muchacho que canta boleros y que va a escribir los versos más tristes. Y en los infinitos giros de la imaginación dará vueltas como el cuerpo indefenso al que una ola poderosa arranca de la arena y arrastra y hace gira también. Daremos un giro completo. Daremos vueltas hasta acertar con la palabra, los verbos, los vocativos y las interjecciones. Hemos probado una idea de lo que pudo ser y acaso fue o nunca ha sido o sólo ocurre que asà deseamos que fuese — quizá mucho mejor u otra— Y esta historia que les cuento no tendrá final como apenas conoció un comienzo ya que todo transcurrió sobre el papel. Junto palabras con Ias que señalo el relato vacilante. No existió Mariano y las dÃas que le correspondieron; lástima grande que ni dÃas ni Mariano. Solamente las manos volando sobre la vieja máquina imaginando, una historia más para contarles. Mariano y lo que pudo suceder solamente como una secuencia del acto de escribir y una apetecible criatura de ficción que también me ha dejado sola escribiendo para ustedes. La larga ausencia de Mariano al que transferà como el hombre homicida de manera afable. Esta larga ausencia de Mariano que es el cuento evasivo, el que no se da, el que se escurre. Una ausencia larga que provoca este vacÃo absoluto en mà interior y a mi alrededor. Ya que los dÃas sin Mariano son el papel en blanco, la máquina muda y la derrota de confesarme de ustedes sin historia.
Marta Lynch
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