Este es otro de Francisco Hinojosa, pero está mucho más chido que el de Segmentos...... ((según yo)) si no piensas lo mismo no me importa =)
1. Agoté la constitución y el Código Civil. Como no encontré ninguna ley que lo prohibiera me autonombré detective privado en una ceremonia intima y sencilla.
2. Mandé imprimir un ciento de tarjetas de presentación con un logotipo moderno que yo mismo diseñé.
3. La sala de la casa quedó transformada en una auténtica oficina de detective. Ordené mis libros detrás del escritorio, en una vitrina que resté al mobiliario del comedor, desempolvé un viejo sillón de familia para los clientes y dispuse el carrito-cantina junto al escritorio.
4. Pagué un anuncio en el periódico en el que ofrecÃa absoluta eficacia y discreción en toda Ãndole de investigaciones.
5. Renuncié por teléfono a mi trabajo en la fábrica de clips. Mi jefe se lamentó: "Nos mete en un apuro, señor Sanabria, nadie como usted conoce esta empresa. Es una lástima."
6. Me puse corbata nueva y un saco sport, eché las piernas sobre el escritorio y me entregué a la lectura del periódico en espera de la llamada de mi primer cliente.
7. A las dos y veinte de la tarde, después de haber leÃdo varias veces mi anuncio y de consumir todas las secciones, salà a comer. Necesitaba un trago fuerte para reanimarme.
8. Al llegar al bar colgué mi sombrero y mi gabardina en el perchero y pedà un escocés con agua mineral y dos tortas. A la tercera mordida tuve una buena idea que me permitirÃa auto-promoverme en el bar al tiempo que practicar algunas técnicas de mi nuevo oficio.
9. Le mostré al cantinero la única fotografÃa que llevaba en mi cartera. Un retrato reciente de mamá.
10. "No, señor", me dijo. "Personas como ella no son muy frecuentes en este lugar. ¿Es usted de la judicial?"
11. "Detective privado", le contesté. "Es probable que esta mujer haya asesinado a un hombre. Si la ve por aquÃ, no deje de avisarme." Le extendà mi tarjeta.
12. Al regresar a la oficina le llamé a mamá. Mi hermana me dijo que habÃa salido a surtir algunos pedidos de las bufandas que tejÃa y que llegarÃa hasta la noche.
13. Hablé con mi hermana lo indispensable para colgar y dejar asà libre la lÃnea del teléfono.
14. Contento de mi buena actuación en el bar, me dormà con la esperanza de que el cantinero pudiera turnar mi tarjeta a alguno de sus clientes con problemas matrimoniales.
15. Me despertó el sonido del aparato. Contesté con la voz un tanto adormilada pero aún atractiva. Era Francisca, la hija de MarÃa Elena, mi ex esposa. "Tom, necesito hablar contigo", me dijo. "Es muy urgente." Le di cita al dÃa siguiente por la mañana. Asà podrÃa pensar bien en una excusa para no enviarle dinero a MarÃa Elena.
16. A las ocho menos doce, luego de contemplar pacientemente la quietud del teléfono, decidà volver al bar. Un detective serio y analÃtico, pensé, no deberÃa desesperarse tan pronto.
17. Me sentà un estúpido cuando le pregunté al cantinero "¿Nada nuevo, amigo?" "No señor. En absoluto." Y me sirvió un martini seco en vez del escocés que le habÃa pedido.
18. Preferà tomarme ese perfume y no reclamar. Mostré la fotografÃa de mamá a un hombre que bebÃa junto a mà en la barra.
19. Cuando supo que yo era detective se interesó más por la fotografÃa. Pero a pesar de los esfuerzos que hizo por repasar mentalmente todos los rostros que alguna vez habÃa visto, no reconoció a mamá.
20. "¿Qué ha hecho?", me preguntó "Homicidio", respondÃ. Intercambiamos tarjetas de presentación. Se llamaba Cornelio Campos, representante de una compañÃa farmacéutica.
21. Por la noche soñé que mamá entraba al bar, sacaba de su bolsa una ametralladora y acribillaba al cantinero. En respuesta, Cornelio le arrojaba una botella de whisky que se estrellaba en su blanca cabellera.
22. En el momento en que comprobaba que mi anuncio habÃa vuelto a aparecer en el periódico llamaron a la puerta. Era Francisca.
23. Me habÃa propuesto recibir a mi ex hijastra, a quien no veÃa desde hacÃa cinco años, con la mayor indiferencia de la que fuera capaz. Pero fue imposible: habÃa dejado de ser una chiquilla de quince años para transformarse en una mujer atractiva y bien dotada.
24. Tuve que disculparme e ir al baño para ruborizarme sin que ella se diera cuenta.
25. "Tom, no sabes la sorpresa que me dio encontrarme con tu nombre en el periódico." "¿Te gusta leer los anuncios clasificados?", le pregunté con horror. "Oh, no, Tom. Déjame contarte..."
26. Me dijo que su novio habÃa muerto la semana pasada. Según la versión oficial se habÃa suicidado y según la suya lo habÃan asesinado. Le pregunté con tono escéptico cuáles eran las razones que tenÃa para sospechar algo tan delicado.
27. "En primer lugar, Chucho no se hubiera suicidado: Ãbamos a casarnos en agosto. En segundo, él tenÃa una pistola, no habÃa razón para matarse con un puñal. Y en tercero, Chucho me habÃa confiado unos dÃas antes que alguien lo habÃa amenazado de muerte..."
28. Sus sollozos me conmovieron. Cuando por fin pudo calmarse tras un largo vaso de escocés, terminó de contarme algunos detalles importantes para la investigación, me dio una fotografÃa de su ex novio, con el rostro un tanto escondido por un saxofón, y me hizo una lista de las personas con las que tenÃa relaciones estrechas.
29. Se despidió de mà con un beso que no llegó a hacer contacto con mi mejilla y salió sin que habláramos antes de mis honorarios por conceptos profesionales.
30. Como de alguna manera tenÃa que empezar las investigaciones, y sin dinero eso era imposible, tuve que llamarle a mamá para pedirle un préstamo a corto plazo.
31. -Por supuesto, hijo, puedes pasar por él cuando quieras-. Me reclamé a mà mismo las ofensas que le habÃa hecho a su imagen. Guardé la fotografÃa bajo el cristal de mi escritorio.
32. Elegà al azar un nombre de la lista que elaboró Francisca. Como la casa del señor Ardiles, padre del finado, estaba muy lejos de mi oficina, decidà hacer una escala en el bar para pensar en las preguntas que le harÃa.
33. El cantinero miró detenidamente la fotografÃa de Chucho. "Es la vÃctima?" "Por supuesto", le respondà con malicia. "No, no creo haberlo visto por aquÃ. ¿Por qué cree usted que toda la gente de la ciudad viene a este bar? PodrÃa intentar en otros..." Asentà con la cabeza y apuré los dos tragos que me restaban: uno de escocés y el otro de caldo de camarón.
34. El colectivo que me llevó hasta la casa del señor Ardiles tardó casi una hora en llegar. Desde que lo vi lo borré de la lista de sospechosos, pues podrÃa tener cara de ladrón, de violador o de dentista, pero nunca de filicida.
35. "No sé por qué se le ha metido esa idea en la cabeza a Francisca", me dijo. "Chucho era un chico solitario, nervioso y con tendencia a la depresión. Su suicidio, en verdad, no me sorprendió tanto como a su madre o a sus amigos.
36. JoaquÃn Junco, dueño de la miscelánea La Zorrita: "Yo también creo que lo mataron, porque ese muchacho no es de esos que andan suicidándose asà porque sÃ. Prométame que si agarra al hijo de puta que lo mató me va a avisar para que yo le ponga una buena madriza."
37. Georgina Mondragón, ex novia de Chucho: "Pobre Gordito, era tan bueno... Yo no creo que se haya suicidado ni que lo hayan matado."
38. Lucho Romo, amigo de la infancia del occiso y baterÃa del grupo de jazz: "Pinche Chucho, yo creo que se aceleró. Le voy a decir la neta, mÃster Sanabria: se agarró la puñalada porque ya no lo estaban surtiendo, ¿me entiende?" Por supuesto que no le entendà una sola palabra. Todo lo que me dijo eran puras incoherencias. Pobre chico.
39. Casi era medianoche cuando llegué a recoger el dinero a casa de mamá. Ella n o estaba, como ya era su costumbre; me habÃa dejado un fajo de billetes con mi hermana. Nunca pensé que las bufandas le pudieran dejar tanto. Decidà tomar sólo uno de a cinco mil.
40. Eché las piernas sobre el escritorio y me puse a revisar mi libreta de apuntes. Aún no tenÃa ninguna pista concreta. El único comentario que me preocupaba era el de Georgina Mondragón: quizá fuera cierto que no se trataba de un suicidio o de un asesinato. Un accidente, por qué no.
41. De pronto me sentà incapaz de resolver el caso. Tuve que empujarme lo que sobró de la botella de whisky para quedarme dormido.
42. Al despertar, Francisca estaba frente a mÃ, con una taza de café en una mano y con mi correspondencia en la otra. Su atuendo era una provocación clara, definida, victoriosa. "Perdona que haya entrado asà a tu casa, Tom. La puerta estaba abierta..."
43. Después de afeitarme y vestirme volvà con Francisca. Me esperaba sentada en mà escritorio, con otra taza de café en las manos y con un cigarrillo en su boca.
44. "Ayer por la noche", empezó, "recibà un telegrama. Es la prueba de que no estoy loca, de que Chucho fue asesinado. Tengo miedo, Tom, mucho miedo."
45. LAMENTABLE SUICIDIO (PUNTO) NO QUEREMOS OTRO SENSIBLE ACAECIMIENTO (PUNTO) MANOLA.
46. "No tengo idea de quién pueda ser esa Manola, Tom. Debes creerme. También a mà me quieren matar y no sé por qué, de verdad..."
47. Apagué su llanto con un poco de brandy que sobraba en la licorera. Guardé el telegrama y le pedà a Francisca que se quedara en la oficina porque podÃa ser peligroso que estuviera sola en la calle. Le ofrecà mi biblioteca.
48. Antes de pasar a telégrafos decidà darme una vuelta por la casa de la mamá de Chucho. Durante el trayecto del taxi no pude quitarme de la cabeza la figura de Francisca. Era adorable.
49. Tuve una repentina corazonada que me llevó a aventurar un comentario: "Señora Pereira", le dije, "un amigo de su hijo, un tal Lucho, me insinuó que a su hijo no lo surtÃan. ¿Tiene idea de a qué se referÃa?"
50. "Chucho era bueno, señor Sanabria, créamelo. Reconozco que tenÃa ese pequeño defecto. Pero lo que lo estaba hundiendo no eran las pastillas. El verdadero problema era que él servÃa de intermediario entre sus amigos y los vendedores de la mercancÃa, ¿me explico?"
51. Por supuesto que se explicaba. Ya habÃa tenido la sospecha de que existÃa algo turbio en el caso: drogadicción, narcotráfico, farmacodependencia. SabÃa que algo tenÃa aquel rostro oculto tras el saxofón.
52. La señora Pereira no pudo darme ninguna pista más. Al despedirme la vi tan afligida que preferà dejarle mi tarjeta en la mesa del recibidor.
53. El empleado de Telégrafos se rió de mà cuando le dije que era detective privado y que estaba buscando a la persona que habÃa escrito el telegrama. "Usted cree que yo me dedico a leer las pendejadas que escribe la gente. Pues se equivoca amigo, yo sólo cuento palabras y cobro el importe."
54. Lo amenacé de complicidad en el homicidio si no cooperaba, pero solamente logré que me despidiera con un par de altisonantes insultos, a los que no respondà por ética profesional.
55. Paré en el supermercado para comprar una botella de whisky y dos órdenes de paella preparadas.
56. Al entrar en mi oficina, Francisca no hizo siquiera el intento de bajar las piernas de mi escritorio. La sorprendà leyendo mi correspondencia.
57. Nos miramos a los ojos un largo minuto sin decir palabra. Por fin me acerqué a ella, le arrebaté la carta que habÃa violado, tomé su bolso y lo vacié sobre el escritorio.
58. Un bilé, un bolÃgrafo, un monedero, un cepillo atiborrado de cabellos rubios, un estuche de kleenex, un par de medias nylon, dos limones y un frasquito con pastillas rojas y amarillas.
59. "No contaba con que tú me mintieras", le reclamé. "Será mejor que empieces por decirme a quién compraba Chucho esas porquerÃas."
60. Por fin se dignó a bajar las piernas de mi escritorio y corrió a abrazarme con todas sus fuerzas. Mi debilidad de ex padrastro ayudó a que el enojo se transformara en compasión. "Tengo miedo, Tom. Si fueron capaces de matar a Chucho, también lo harán conmigo. No dejes que me maten, por favor, Tom, no dejes que..."
61. Luego de estrenar la botella de whisky la recosté en el sillón de los clientes y le prometà no menos de una docena de veces que no la iban a matar mientras yo viviera. "No te preocupes, pequeña, Tom te va a proteger. Sólo necesitas ser buena y decirme a quién le compraba Chucho esas pastillas."
62. "Lo acompañé varias veces con el vendedor. Le dicen Richard y, si las cosas no han cambiado, se le puede encontrar entre las cuatro y las cinco de la tarde en un bar llamado La Providencia. Es un hombre gordo, canoso, arrugado. Siempre usa botas vaqueras y tirantes. Es peligroso. No dejes que te mate."
63. Cuando por fin la pude dejar dormida sobre el sillón de los clientes llamaron por teléfono. Era el cantinero. Dijo que la persona a la que yo buscaba se encontraba en esos momentos en su bar.
64. "¿Mamá en un bar?", me pregunté.
65. El parecido fÃsico era sorprendente, lo reconozco, pero quienquiera que conozca a mamá no podrÃa confundirla con semejante vulgaridad de señora. El cantinero resultó ser un poco miope en lo que se refiere a las almas humanas.
66. Sin embargo, me vi obligado a seguir el juego detectivesco para atraer a futuros clientes. La conversación con ella fue difÃcil, ya que Cornelio y el cantinero me observaban atentamente, como si de un momento a otro yo fuera a ponerle esposas a la señora y a leerle sus derechos.
67. Quizás fue el aburrimiento que me causaba la situación lo que me llevó a practicar la misma técnica que utilicé con mi ex hijastra y que tan buenos resultados me dio.
68. Con un movimiento brusco, intenté vaciar su bolso sobre la mesa. Pero, por una reacción contraria a la que tuvo Francisca, la sospechosa me estrelló en la cabeza su asqueroso vaso de vodka antes de que sus efectos personales terminaran de hacer contacto con la mesa. En cuanto me di cuenta de mi error y traté de defenderme, la señora me remató con un cenicero en la nariz que me nubló la vista.
69. Al volver en mÃ, Cornelio intentaba darme un trago de cerveza. "No pudimos detenerla, señor Sanabria", se disculpó el cantinero. "Estaba tan furiosa que bien hubiera podido enfrentarse con un ejército. Ya lo creo que debe tratarse de una asesina peligrosa."
70. "No se preocupen", calmé a mis afligidos interlocutores. "El verdadero asesino se encuentra en estos momentos en un bar llamado La Providencia."
71. Cornelio se ofreció a acompañarme. TenÃa un Ford cincuenta y tantos que amenazaba con dejarnos en cada esquina. Por el camino le platiqué lo poco que sabÃa acerca del tal Richard.
72. "No tenga miedo, mi detective -me animó-, llevo conmigo una navaja y se muy bien cómo usarla." Tuve que mentirle: le aseguré que yo llevaba un revólver en la bolsa del saco.
73. A las cuatro y media llegamos a La Providencia. Ningún tipo, de los pocos que habÃa en el bar, se parecÃa a la descripción que Francisca me dio de Richard. Ordenamos dos cervezas.
74. Mientras esperábamos el arribo del homicida, Cornelio se dedicó a platicarme la historia de su vida. Después de convencerme de que era todo un experto en el manejo de diversas armas, desde una escopeta hasta la soga, me confesó que habÃa pasado varios años en la cárcel por haber intentado ahorcar a su esposa.
75. Empezaba a exponer las razones que lo llevaron a su frustrado intento conyugicida cuando descubrimos a Richard, con sus botas vaqueras y sus tirantes. BebÃa tequila y cerveza en una mesa contigua a la nuestra.
76. Para impedir que tuviera tiempo de escaparse o de que él nos atacara primero, se me ocurrió un brillante plan, que le confié a Cornelio en secreto.
77. Con el pretexto de una supuesta ebriedad, mi compañero y yo nos subimos a la mesa con la intención de bailar el chachachá que retumbaba en el bar, pero en vez de marcar el paso saltamos felinamente sobre nuestro hombre.
78. Cornelio lo apresó del cuello y yo de la cintura. Richard no tuvo tiempo siquiera de tragar el sorbo que le habÃa dado a su tequila.
79. "Te estamos apuntando con pistolas", le dije al verlo cegado por la sorpresa. "Un solo movimiento en falso y no dudaremos en atravesarte las tripas, cerdo."
80. Con voz serena, grave, inteligente, dije a todos los que se encontraban en el bar que éramos de la policÃa y que les pedÃamos, a excepción de los empleados, que salieran de allà cuanto antes.
81. Luego obligué a Richard a que mantuviera las manos sobre el piso mientras lo registraba. Encontré una 38 especial en la bolsa del saco y una 45 en la parte trasera del pantalón. Le pasé a Cornelio la de menor calibre.
82. "Ahora vas a ser un buen chico -hostigué al viejo- y vas a salir con nosotros. Si intentas escapar, despÃdete para siempre de tus tequilas." Al salir del bar tiré sobre la barra uno de a mil.
83. Me incomodaba un poco la docilidad del tipo, pues todo lo que le pedÃa lo acataba sin reparos. Lo subimos al Ford y, antes de interrogarlo, le dimos un paseo por las calles solitarias.
84. "No somos amigos -acometÃ-, de eso puedes estar muy seguro. Estás acusado de homicidio, con los tres agravantes, y de narcotráfico y corrupción de menores. Y no te vamos siquiera a leer tus derechos." "No tienen ninguna prueba contra mà -se defendió-, yo no he matado a nadie, de verdad..., yo no fui."
85. "Fue Teté", se burló con mal estilo Cornelio. "En estos momentos, Richard, te vamos a llevar a un pequeño cuartito donde se encuentran reunidos todos los amigos de Chucho, ¿lo recuerdas, cariño?", volvió a arremeter Cornelio con evidente vulgaridad, aunque no sin una cierta sutileza en su amenaza que me dejó satisfecho.
86. "Les repito que yo no maté al muchacho y que no existe ninguna prueba contra mÃ. Pueden hacerme lo que quieran: no escupiré nada." Después de darle a Richard un fuerte codazo en las costillas, Cornelio arrancó su destartalado e inofensivo Ford.
87. A fuerza de bofetadas Richard se ablandó y nos propuso un trato: nos llevaba con Manola, la verdadera asesina y jefa de la organización de narcotráfico, a cambio de su libertad. Le contesté que lo máximo que podÃa ofrecerle era dejarlo suelto después de atrapar a la tal Manola. En adelante, él tendrÃa que defender esa libertad.
88. "Excelente, mi detective, excelente", dijo con evidente admiración Cornelio, ansioso de entrar en acción y demostrarme su habilidad en el uso del cuchillo. Pronto lo desilusioné.
89. "Quizás necesitemos refuerzos para entrar en casa de Manola. No sabemos cuántos hombres puedan estar allà esperándonos. Pero no te preocupes, eso yo lo soluciono. Tengo un amigo en la policÃa. Tú cuida a Richard mientras yo le llamo por teléfono."
90. El comandante Cipriano Herrera habÃa sido durante algún tiempo el detective de la fábrica de clips. Un dÃa lo salvé de que lo despidieran por quedarse dormido. Desde entonces prometió pagarme el favor. Cuando le dieron su nombramiento en la PolicÃa me llamó para ponerse a mis órdenes. Marqué su número.
91. "¿Dónde puedo encontrarte, Tomás?" "Estoy en la esquina de La Paz y Revolución. Conmigo está el soplón y un amigo que ahora le apunta con la pistola." "Tardaré unos quince minutos -me dijo-, espérame allÃ."
92. Le llamé también a Francisca para pedirle que se reuniera con nosotros y pudiera asà ver el desenlace del caso que me habÃa comentado.
93. En el Ford, Richard se encontraba con las manos fuertemente amarradas con una corbata. Cornelio le picaba las costillas con su navaja: "Trató de escaparse, Tomás, pero a mà ningún cerdo me engaña. ¿O no es cierto, Ri-car-do?", le dijo al acusado despectivamente.
94. Primero llegó Francisca, que me besó cálidamente la mejilla, y un poco después Cipriano en un Mercedes viejo sin placas. Me abrazó con tal fuerza que cualquiera hubiera pensado que éramos dos hermanos que acababan de reencontrarse después de una guerra.
95. Jaló de los cabellos a Richard y lo metió en su Mercedes, donde lo esperaban otros tres hombres con sus respectivos rifles. "Hace varios años que estamos buscando a Manola. Asà es que el favor, en realidad, me lo has hecho tú a mÃ. Ya sabré cómo pagártelo."
96. Nos dirigimos hacia el sur hasta el pueblo de Tlalpan, justo en la zona en la que pasé una buena parte de mi infancia y mi adolescencia.
97. Me vinieron a la mente las cascaritas que jugábamos de niños contra un equipo de la avenida. ¡Qué épocas!
98. Al detenerse el Mercedes, el primero en bajar fue Richard, seguido por las cuatro espaldas de la policÃa y, tras ellos, nosotros: Cornelio, desafiante, y Francisca, temerosa, bajo mi hombro.
99. Yo creo que nunca habÃa sentido latir mi corazón tan aceleradamente. Y no era por la emoción que significaba acercarme con éxito al término de mi primer trabajo como detective, sino por la sorpresa que el destino me tenÃa reservada.
100. Al abrirse la puerta de la casa señalada por Richard, mis ojos se llenaron de lágrimas al mismo tiempo que Cornelio gritaba jubiloso: "Es ella, Tomás, la de la fotografÃa. ¡La encontramos!"
Publicadas por Bastarda a la/s 9:35 p.m. 0 comentarios
Y ahora uno de la Mastretta, que está medio rancio, pero en su tiempo me gustó...
Era tan precavida la tÃa Mari que dejó comprado el baúl de olinalá en el que deberÃan de poner sus cenizas. Y ahà estaba, en mitad del salón hasta donde todos los que la quisieron habÃan llegado para pensar en ella.
TÃa Mari tuvo una amiga de su corazón. Una amiga con la que hablaba de sus pesares y sus dichas, con la que tenÃa en común varios secretos y un montón de recuerdos, una amiga que estuvo sentada junto al cofrecito sin hablar con nadie durante todo el dÃa y toda la noche que duró el velorio. Al amanecer, se levantó despacio y fue hasta él. Cuando estuvo cerca, sacó de su bolsa un frasco y una cuchara, alzó la tapa de madera perfumada y con la cuchara tomó dos tantos de cenizas y los puso en el frasquito. Hizo todo con tal sigilo que quienes estaban en la sala imaginaron que se habÃa acercado para rezar.
Sólo fue descubierta por un par de ojos, a su dueña le rindió cuentas tras verlos brincar de sorpresa:
-No te asustes- le dijo-. Ella me dio permiso. SabÃa que me hará bien tener un poco de su aroma en la caja donde están las cenizas de los demás. Siempre que puedo me llevo un poco de los seres a los que seguiré queriendo después de muerta, y lo mezclo con los anteriores. Ella me regaló la caja de marqueterÃa donde los guardo a todos. Cuando yo me muera, me pondrán ahà adentro y me confundiré con ellos. Después, que nos entierren o que nos echen a volar, pero juntos.
Publicadas por Bastarda a la/s 8:58 p.m. 0 comentarios
Jooo, cuentos y más cuentos.... ahora voy a poner uno de José Emilio Pacheco, se llama El viento distante:
La noche es densa. Sólo hay silencio en la feria ambulante. En un extremo de la barraca el hombre cubierto de sudor fuma, se mira al espejo, ve el humo al fondo del cristal. Se apaga la luz. El aire parece detenido. El hombre va hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira la tortuga que yace bajo el agua. Piensa en el tiempo que los separa y en los dÃas que se llevó un viento distante.
Adriana y yo vagábamos por la aldea. En una plaza encontramos la feria. Subimos a la rueda de la fortuna, el látigo y las sillas voladoras. Abatà figuras de plomo, enlacé objetos de barro, resistà toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que predecÃa mi porvenir.
Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitÃa la dicha; es decir, el momentáneo olvido del pasado y el futuro. Me negué a internarme en la casa de los espejos. Adriana vio a orillas de la féria una barraca aislada y miserable. Cuando nos acercamos el hombre que estaba a las puertas recitó:
- Pasen señores. Conozcan a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtio en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cara de niña y su cuerpo de tortuga. Adriana y yo sentimos vergüenza de estar allà y disfrutar la humillación del hombre y de una niña que con toda probabilidad era su hija. Terminado el relato, Madreselva nos miró a través del acuario con la expresión del animal que se desangra bajo los pies del cazador.
- Es horrible, es infame - dijo Adriana en cuanto salimos de la barraca.
- Cada uno se gana la vida como puede. Hay cosas mucho más infames. Mira, el hombre es un ventrÃlocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario. La ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Es simple como todos los trucos. Si no me crees, te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me suplicó que la apartara. Al poco tiempo nos separamos. Después nos hemos visto algunas veces pero jamás hablamos del domingo en la feria.
Hay lágrimas en los ojos de la tortuga. El hombre la saca del acuario y la deja en el piso. La tortuga se quita la cabeza de niña. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la toma en sus brazos, la atrae a su pecho, la besa y llora sobre el caparazón húmedo y duro. Nadie entenderÃa que la quiere ni la infinita soledad que comparten. Durante unos minutos permanecen unidos en silencio. Después le pone la cabeza de plástico, la deposita otra vez sobre el limo, ahoga os sollozos, regresa a la puerta y vende otras entradas. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.
Publicadas por Bastarda a la/s 6:50 a.m. 0 comentarios
hey! Me encontré un cuento chidillo de Francisco Hinojosa, se llama: Segmentos de una noche húmeda y oscura:
Disparó un golpe hacia la oreja izquierda. Ella trató de esquivarlo (casi lo logra), y al fin lo insultó. El hombre volvió a dirigir su puño a la cara (al mentón) y lo estrelló contra la frente. La mujer huyó por la avenida.
Un taxista quiso ayudar a la muchacha, ponerla a salvo del salvaje, hacerla de héroe. Luego la deseó. Ella logró zafarse de las manotas del conductor, pudo abrir la portezuela y corrió hacia la panaderÃa. Tropezó con la acera y al fin se desvaneció. Oscura era la calle. Húmeda. Y ella en camisón, con la sangre seca en la cara. Los brazos y las piernas lánguidas, flojas por el esfuerzo.
Otro hombre, vestido de esquimal, quiso auxiliarla: permÃtame, le dijo. Ella se empapó la cara (lágrimas eran), y luego comenzó a gritar. El generoso hombre le pidió que no se pusiera asÃ, que sólo querÃa ayudarla: socorrerla era su intención. Ella se puso más. Y al generoso le entró el miedo de la escena, el qué dirán. Era mejor poner los pies en lodosa, antes de que un uniformado...
Al volver a su casa su mujer le dijo que por qué tanto escandalo, ándate a otros lados con tus escandalitos, con tu maldita neurosis de todos tus cotidianos: no vengas a apagarnos la luz que tanto, que tanto... Hazlo por tus tres hijos, que no tienen la culpa de tus nocturnidades. ¿Me escuchas?
Él sudaba de a verano con mosquitos. Quiso argüir y no pudo de tanta agitación. Ya pasado el enojo por la intempestiva ruidosidad, ella se interesó por los detalles de su extraño convulcioneo. Le contó la historia de la histérica. Y ella le dijo que habÃa que ayudar a la chica. Es cierto, contestó el hombre, ya más calmado: mirar por el bien de la chica. Y asà salieron del hogar en busca de la persona.
Pero la vilipendiada (sonrojada, presunta vÃctima) ya no estaba allÃ. En su lugar pacÃa una joven que temblaba acurrucada al pie de un árbol. No es ella, dijo él. Pero tiene fiebre la pobre, dijo ella. La pobre tenÃa una calentura de 38 y medio. Él le dijo a su señora que no se metiera. No es posible que a mà me digas que no me meta, le reclamó. La pobre quiso decir algo, pero al fin se enconchó más. Hay que llamar a la policÃa, a la ambulancia, al ministerio, a la cruz, a los diputados, propuso él. ¡Hay que hacer algo!, le gritó su esposa, ¡No te quedes parado como idiota!
Un hombre vestido de mariachi se acercó con su linterna para preguntar que por qué tanto griterÃo frente a su mÃsero hogar. Ella le explicó algo del asunto. Él se refirió a los detalles que los llevaron a la histérica. El mariachi dijo: es mi sobrina, yo me encargo, no hagan moscas, es mi cuestión, lárguense, déjenme a solas con mis broncas. O se van o se van porque asà es este asunto. Miren cómo me la pusieron: si asà no estaba.
Y la pobre seguÃa tiritando cuando el mariachi la cargó en brazos. La pareja dijo hasta luego y se perdió en la calle. Oscura y lluviosa.
El mariachi depositó a la pobre en su propio lecho y le ofreció un caldo de frijol con cebolla y cilantro envejecido. La niña lo rechazó y pidió agua. El tÃo a gritos la trató de calmar: ¡cállate porque te van a oÃr! La pobre lloró y gimió con más fuerza. Y la vecina, de fisgona como era su reputación, se puso a ver desde la ventana.
Es una niña, señor Guzmán, se metió en la cosa de intempestiva, y parece que está enferma. Es mi sobrina, pinche vieja, deje de estarme fisgoneando porque le va a pesar. Ocúpese de su chiquero y de su niño muerto y a mà déjeme con mis cuitas. ¿Qué no ve que mi sobrina...?
Su sobrina: ¡pura madre! Si no me la da ahora mismo se le va a poner bonito. Le juro por lo más sagrado que no se la va a acabar, hijo de la..., puritito hijo de la chingada. A mà no me venga con sus engaños, señor Guzmán: lo tengo bien relacionado.
La pobre muchacha trató de esforzarse: se puso en pie y cayó al suelo a los cuatro pasos. Andaba en los 38.7 grados: con una infección de alveolos, faringe, tráquea y un cacho de pulmón.
Conmigo no se ande de cuentero: qué sobrina ni qué madres.
Llévesela, doña, es toda suya. Con tal de que me deje de fisgonear, con tal de que me deje de andar siguiendo con su inquina.
La vecina se metió por la ventana y cargó a la niña infectada, fiebrosa.
Lleve a mi sobrina a un hospital, como que se está muriendo, ¿no cree? No se le vaya a andar quedando en las manos por estar de entrometida. Se ve que no hala el aire como Dios debe y manda. Allá usted si se la lleva.
Calle el hocico, le respondió la vecina, si no voy a saber que la querÃa para su contento..., para su regocijo: viejo enverdoso.
Son cosas que se imagina, dijo el mariachi. Mejor dedÃquese a tirar las tortillas y al lavadero..., si para algo la hizo Dios.
Pero ellas ya habÃa salido de la casa. Y un perro de la cuadra que se pone juguetón y casi tumba a la señora con la enfermita. Y el mariachi que se rÃe y se sube a su cochecito, lo echa a andar y se pone a hacer su rondÃn nocturno. Las calles vacÃas y empantanadas. La noche oscura y mojada por una llovizna remilgosa.
Un muchacho, con ropas de cadete, no se fijó al cruzar la avenida y el cochecito del mariachi lo embistió de lleno.
Ya no sentÃa el joven las piernas y trataba de halar en vano. El conductor (el mariachi) miró apenas la escena y se dió a la fuga: a la derecha y luego a la izquierda, por la avenida: nadie lo habÃa visto.
Otro conductor, vestido de civil (con cachucha), se frenó al ver el cuerpo del muchacho en el pavimento. Desamparado sobre el asfalto, el cadete atropellado se movÃa con dificultad y con muestras de dolor en las rodillas, los omoplatos y la cabeza.
El conductor, agitado, llamó por el celular a un amigo para pedir el teléfono de la Cruz Roja. Al cabo de un rato marcó el número y solicitó el servicio. Cuando la operadora le requisitó su nombre y su domicilio, el accidental solicitador dijo, primero, ¡Qué importa!, y luego improvisó un seudónimo y una dirección falsa.
Entonces, una viejita lo sorprendió por la espalda y le preguntó si él lo habÃa atropellado. El conductor trató de explicarle todo lo sucedido, su llamada a la Cruz, su agitación interna. Pero ella no le creyó y se puso a gritar ¡que no escape, que no escape! ¡Pinche asesino atropellador ojete!
Mientras, el accidentado vomitaba sangre y pedacitos de algo. Sus pulmones y su corazón se empezaban a detener.
Y el del celular, anerviosado por la acusación de la anciana, que se escapa en su coche veloz sin que su increpadora pudiera anotar el número de la placa o distinguiera el modelo y año del carrazo.
Quince minutos después, el joven del valet parking que le recibió el auto le dijo que si no necesitaba ayuda. El del celular le dio un billete y se metió a la discoteque.
Una muchacha de pelo lacio (llamada Marielena) trató de besarlo con la lengua de fuera, provocativamente. El joven trató de negarse pero al fin aceptó el beso y la lengua: querÃa olvidar el asunto: ir a lo que iba: fiesta, besuqueos, ginebra, baile, mota, madrazos.
La lacia le preguntó que si no le invitaba un poco. El muchacho la tomó de la mano, la llevó a uno de los jardines y le ofreció un cigarrillo a medio consumir. Luego de dos fumadas, ella le lamió las cejas y la nariz.
Entonces se escuchó un disparo. Sobre la pista de baile yacÃa un joven de mediana estatura, pantalones acampanados y camiseta naranja. Una chica sin brasier se puso a gritar. Un hombre de sesenta o setenta le tomó el pulso a la vÃctima y movió la cabeza: está frÃo, dijo.
¡Está muerto!, gritó una mujer de senos caÃdos. El homicida, que ya habÃa escondido el arma en la chamarra, dijo que lo lamentaba y corrió hacia la salida, donde el empleado del valet parking lo hizo esperar largos tres minutos para entregarle su deportivo negro.
El asesino vagó un rato por la colonia antes de estacionarse frente a un antro llamado "Lavadero". La barwoman le preguntó: ¿qué onda? Él prefirió quedarse callado, ensimismarse, beber su coctel.
Una negra vestida de azul se sentó en la barra, a su lado, y le preguntó lo mismo. Se sobrepuso el homicida, la tomó de la mano con fuerza y, llorando, le dijo que habÃa matado. La negra le pasó los dedos por la nuca y le dijo que ya, cabrón, déjate de tus idioteces, déjate de esas tus pinches paranoias, y le dio un beso en la frente, antes de volver con su amiga azulosa, vestida de negro, que la esperaba en la mesa.
Hablaron las amigas en voz baja unos cuantos minutos, pagaron la cuenta y salieron del bar. El taxista que las llevó hasta la esquina donde solÃan hacer su noche les quiso cobrar más de lo que siempre habÃan pagado. Se inconformaron ellas, se enojó él: pero llegaron a un acuerdo intermedio: quince pesos.
La llovizna se habÃa vuelto para entonces chubasqueada.
Se apearon asÃ. La azul de negro le dijo a la negra de azul mejor vamos al hotel. Respondió la otra sÃ, aunque querÃa decir espérate un rato, pero el coche ya se habÃa ido.
Iba por la esquina el taxi cuando un hombre vestido de blanco le hizo la parada. SÃgase por la avenida, le pidió, hasta donde yo le diga, hasta donde yo le indique deténgase, y por favor encienda su radio. ¿tiene radio? El ex futbolista que conducÃa la unidad contestó que no eran horas de escuchar la radio, pero al fin la encendió y le hizo conversación sobre La bamba
OÃdos sordos, el pasajero respondió que sÃ, que La bamba, que párese en ese lugar de tacos, ¿quiere comerse un taco conmigo? Yo estoy ruleteando, señor. Le pago y lo invito, no crea que ando de cabrón. El chofer apeó la unidad y se metió con el cliente a los tacos de carne. Cosas que suceden, que le pasan a los taxistas (asà es la vida).
En la mesa de al lado una mujer que parecÃa artista devolvÃa a la mesa todo lo comido (tortilla, res, salsa verde, cilantro, refresco de manzana). Un joven con aspecto de contador público, trató de limpiarle la boca y de protegerla. Le dijo: bonita, amiga, qué loco, tranquila, bájale, chiquita...
Una señora gorda, de edad, que comÃa en la mesa más cercana también vomitó (casi lo mismo). Le habÃa dado asco la escena (arco reflejo diafragmático). El hombre que la acompañaba se quedó helado con tanto vómito imprevisto. Mejor vámonos, le dijo a la gorda, sin ganas de decirlo, con pena y con náuseas (efecto cadena).
Y como ella no hizo el menor intento de ponerse de pie, el tipo salió del changarro a seguir su jaleo nocturno: a pescar gordas o flacas, sobrinas o ahijadas, una abuelita.
Húmeda y pegajosa era la noche. Daba mucho qué sudar: en la frente, en las axilas, en las manos, en la panza de la gente.
El ex acompañante de la vomitona frenó su cochecito para orinar a la vera de una calle que parecÃa callejón y que era una calzada poco transitada a esas horas. Al subirse el zÃper se pellizcó accidentalmente el miembro. Sintió dolor, un dolor ya experimentado otras veces. Dos policÃas le dijeron ¡levanta las manos, no te quieras pasar de cabrón! Deslizaron sus manos (los judiciales) en busca de armas u otras cosas ilÃcitas: le encontraron una .22 con tres tiros útiles.
Nos vas a acompañar a la delegación, dijo el de aspecto menos jodido. Ya te llevó la chingada, lo secundó el más obeso.
Lo subieron a la patrulla a punta de piquetes en los riñones, le quitaron los anteojos, la cartera y el gorrito, lo hicieron beber casi un litro de aguardiente y lo botaron por allÃ: en un campo de futbol.
Al volver a la calzada, los policÃas se dirigieron, con la sirena encendida, hacia el sitio donde los travestis hacÃan su changarro. A cobrar la cuota. A manosear un rato las tetas de sus clientas, a recoger la cuota que el jefe esperaba antes de las tres de la mañana.
Uno de ellos, llamado Georgina, le encajó al obeso su navaja en la pierna izquierda, primero, y en el vientre, al cabo de medio minuto. Sangraba el uniformado y gritaba. Su compañero trató de sacar el arma pero al fin huyó, por pies y no en la patrulla, hacia el Sears o el Woolworth.
Georgina dijo: vámonos de aquÃ, es el momento de corrernos a casa de la Garbanza, mana. Y los dos trasvestis se hicieron de piernas por la avenida hasta que un coche les hizo la parada. Se subieron al rámbler verde sin haber terminado de negociar con el cliente el precio de sus servicios.
El joven conductor parecÃa contento. Le gustaban las noches lluviosas y oscuras. Ellos, Georgina y su amiga, creyeron que el tipo era un loco y prefirieron no negociar y salir del auto, con tranquilidad, al primer rojo del semáforo. El loco trató de preguntarles algo, pero ellas ya habÃan cruzado la calle y le hacÃan la parada a un taxi.
El hombre del volante les contó a las chicas que él era cirujano y que la ruleteada le daba más dinero que su profesionalidad. A ellos no les interesó mayormente la plática, pero lo escucharon a fin de lograr un descuento en el servicio.
Diecisiete pesos, les dijo. Tenemos diez: sacó un billete arrugado y húmedo la mana de Georgina. El cirujano recibió el importe del servicio. No pocas veces le habÃa pasado, a esas horas y en noches asÃ, recibir menos de lo que el taxÃmetro marcaba.
Subió por La Magdalena, se metió al tráfico nocturno de Rosario y se puso en la fila de los taxis de la central camionera.
Al cabo de cuarenta y dos minutos, un hombre con portafolios abordó la unidad. Pidió que lo condujera a la esquina de Joselito y Salchichón, en el centro. El taxista le preguntó que de dónde venÃa. De Ciudad Victoria. Y luego le platicó que era un cirujano que... Su cliente le dijo: yo soy vendedor de boticas. ¿Ah, sÃ?
En la esquina convenida el viajero pagó los veintidós pesos taximetrados y le dio su tarjeta al médico ruletero.
Una señorita, con aires de secretaria bilingüe ejecutiva, recibió al vendedor de boticas con un beso humedoso y pasó a los reclamos: el dinero, el plantón a los Jiménez, la ducha descompuesta, su falta de interés en ella, la sexualidad, el ojete de la salchichonerÃa. Él dijo: estoy cansado, quiero una sopa. Yo no soy tu criada.
Le disparó un golpe hacia la oreja izquierda. Ella trató de esquivarlo (casi lo logra), y al fin lo insultó. El hombre volvió a dirigir su puño a la cara (al mentón) y lo estrelló contra la frente. La mujer corrió a la calle.
Húmeda y oscura era la noche.
Publicadas por Bastarda a la/s 1:47 p.m. 0 comentarios