sábado, marzo 13, 2004

hey! Me encontré un cuento chidillo de Francisco Hinojosa, se llama: Segmentos de una noche húmeda y oscura:


Disparó un golpe hacia la oreja izquierda. Ella trató de esquivarlo (casi lo logra), y al fin lo insultó. El hombre volvió a dirigir su puño a la cara (al mentón) y lo estrelló contra la frente. La mujer huyó por la avenida.

Un taxista quiso ayudar a la muchacha, ponerla a salvo del salvaje, hacerla de héroe. Luego la deseó. Ella logró zafarse de las manotas del conductor, pudo abrir la portezuela y corrió hacia la panadería. Tropezó con la acera y al fin se desvaneció. Oscura era la calle. Húmeda. Y ella en camisón, con la sangre seca en la cara. Los brazos y las piernas lánguidas, flojas por el esfuerzo.

Otro hombre, vestido de esquimal, quiso auxiliarla: permítame, le dijo. Ella se empapó la cara (lágrimas eran), y luego comenzó a gritar. El generoso hombre le pidió que no se pusiera así, que sólo quería ayudarla: socorrerla era su intención. Ella se puso más. Y al generoso le entró el miedo de la escena, el qué dirán. Era mejor poner los pies en lodosa, antes de que un uniformado...

Al volver a su casa su mujer le dijo que por qué tanto escandalo, ándate a otros lados con tus escandalitos, con tu maldita neurosis de todos tus cotidianos: no vengas a apagarnos la luz que tanto, que tanto... Hazlo por tus tres hijos, que no tienen la culpa de tus nocturnidades. ¿Me escuchas?

Él sudaba de a verano con mosquitos. Quiso argüir y no pudo de tanta agitación. Ya pasado el enojo por la intempestiva ruidosidad, ella se interesó por los detalles de su extraño convulcioneo. Le contó la historia de la histérica. Y ella le dijo que había que ayudar a la chica. Es cierto, contestó el hombre, ya más calmado: mirar por el bien de la chica. Y así salieron del hogar en busca de la persona.

Pero la vilipendiada (sonrojada, presunta víctima) ya no estaba allí. En su lugar pacía una joven que temblaba acurrucada al pie de un árbol. No es ella, dijo él. Pero tiene fiebre la pobre, dijo ella. La pobre tenía una calentura de 38 y medio. Él le dijo a su señora que no se metiera. No es posible que a mí me digas que no me meta, le reclamó. La pobre quiso decir algo, pero al fin se enconchó más. Hay que llamar a la policía, a la ambulancia, al ministerio, a la cruz, a los diputados, propuso él. ¡Hay que hacer algo!, le gritó su esposa, ¡No te quedes parado como idiota!

Un hombre vestido de mariachi se acercó con su linterna para preguntar que por qué tanto griterío frente a su mísero hogar. Ella le explicó algo del asunto. Él se refirió a los detalles que los llevaron a la histérica. El mariachi dijo: es mi sobrina, yo me encargo, no hagan moscas, es mi cuestión, lárguense, déjenme a solas con mis broncas. O se van o se van porque así es este asunto. Miren cómo me la pusieron: si así no estaba.

Y la pobre seguía tiritando cuando el mariachi la cargó en brazos. La pareja dijo hasta luego y se perdió en la calle. Oscura y lluviosa.

El mariachi depositó a la pobre en su propio lecho y le ofreció un caldo de frijol con cebolla y cilantro envejecido. La niña lo rechazó y pidió agua. El tío a gritos la trató de calmar: ¡cállate porque te van a oír! La pobre lloró y gimió con más fuerza. Y la vecina, de fisgona como era su reputación, se puso a ver desde la ventana.

Es una niña, señor Guzmán, se metió en la cosa de intempestiva, y parece que está enferma. Es mi sobrina, pinche vieja, deje de estarme fisgoneando porque le va a pesar. Ocúpese de su chiquero y de su niño muerto y a mí déjeme con mis cuitas. ¿Qué no ve que mi sobrina...?

Su sobrina: ¡pura madre! Si no me la da ahora mismo se le va a poner bonito. Le juro por lo más sagrado que no se la va a acabar, hijo de la..., puritito hijo de la chingada. A mí no me venga con sus engaños, señor Guzmán: lo tengo bien relacionado.

La pobre muchacha trató de esforzarse: se puso en pie y cayó al suelo a los cuatro pasos. Andaba en los 38.7 grados: con una infección de alveolos, faringe, tráquea y un cacho de pulmón.

Conmigo no se ande de cuentero: qué sobrina ni qué madres.

Llévesela, doña, es toda suya. Con tal de que me deje de fisgonear, con tal de que me deje de andar siguiendo con su inquina.

La vecina se metió por la ventana y cargó a la niña infectada, fiebrosa.

Lleve a mi sobrina a un hospital, como que se está muriendo, ¿no cree? No se le vaya a andar quedando en las manos por estar de entrometida. Se ve que no hala el aire como Dios debe y manda. Allá usted si se la lleva.

Calle el hocico, le respondió la vecina, si no voy a saber que la quería para su contento..., para su regocijo: viejo enverdoso.

Son cosas que se imagina, dijo el mariachi. Mejor dedíquese a tirar las tortillas y al lavadero..., si para algo la hizo Dios.

Pero ellas ya había salido de la casa. Y un perro de la cuadra que se pone juguetón y casi tumba a la señora con la enfermita. Y el mariachi que se ríe y se sube a su cochecito, lo echa a andar y se pone a hacer su rondín nocturno. Las calles vacías y empantanadas. La noche oscura y mojada por una llovizna remilgosa.

Un muchacho, con ropas de cadete, no se fijó al cruzar la avenida y el cochecito del mariachi lo embistió de lleno.

Ya no sentía el joven las piernas y trataba de halar en vano. El conductor (el mariachi) miró apenas la escena y se dió a la fuga: a la derecha y luego a la izquierda, por la avenida: nadie lo había visto.

Otro conductor, vestido de civil (con cachucha), se frenó al ver el cuerpo del muchacho en el pavimento. Desamparado sobre el asfalto, el cadete atropellado se movía con dificultad y con muestras de dolor en las rodillas, los omoplatos y la cabeza.

El conductor, agitado, llamó por el celular a un amigo para pedir el teléfono de la Cruz Roja. Al cabo de un rato marcó el número y solicitó el servicio. Cuando la operadora le requisitó su nombre y su domicilio, el accidental solicitador dijo, primero, ¡Qué importa!, y luego improvisó un seudónimo y una dirección falsa.

Entonces, una viejita lo sorprendió por la espalda y le preguntó si él lo había atropellado. El conductor trató de explicarle todo lo sucedido, su llamada a la Cruz, su agitación interna. Pero ella no le creyó y se puso a gritar ¡que no escape, que no escape! ¡Pinche asesino atropellador ojete!

Mientras, el accidentado vomitaba sangre y pedacitos de algo. Sus pulmones y su corazón se empezaban a detener.

Y el del celular, anerviosado por la acusación de la anciana, que se escapa en su coche veloz sin que su increpadora pudiera anotar el número de la placa o distinguiera el modelo y año del carrazo.

Quince minutos después, el joven del valet parking que le recibió el auto le dijo que si no necesitaba ayuda. El del celular le dio un billete y se metió a la discoteque.

Una muchacha de pelo lacio (llamada Marielena) trató de besarlo con la lengua de fuera, provocativamente. El joven trató de negarse pero al fin aceptó el beso y la lengua: quería olvidar el asunto: ir a lo que iba: fiesta, besuqueos, ginebra, baile, mota, madrazos.

La lacia le preguntó que si no le invitaba un poco. El muchacho la tomó de la mano, la llevó a uno de los jardines y le ofreció un cigarrillo a medio consumir. Luego de dos fumadas, ella le lamió las cejas y la nariz.

Entonces se escuchó un disparo. Sobre la pista de baile yacía un joven de mediana estatura, pantalones acampanados y camiseta naranja. Una chica sin brasier se puso a gritar. Un hombre de sesenta o setenta le tomó el pulso a la víctima y movió la cabeza: está frío, dijo.

¡Está muerto!, gritó una mujer de senos caídos. El homicida, que ya había escondido el arma en la chamarra, dijo que lo lamentaba y corrió hacia la salida, donde el empleado del valet parking lo hizo esperar largos tres minutos para entregarle su deportivo negro.

El asesino vagó un rato por la colonia antes de estacionarse frente a un antro llamado "Lavadero". La barwoman le preguntó: ¿qué onda? Él prefirió quedarse callado, ensimismarse, beber su coctel.

Una negra vestida de azul se sentó en la barra, a su lado, y le preguntó lo mismo. Se sobrepuso el homicida, la tomó de la mano con fuerza y, llorando, le dijo que había matado. La negra le pasó los dedos por la nuca y le dijo que ya, cabrón, déjate de tus idioteces, déjate de esas tus pinches paranoias, y le dio un beso en la frente, antes de volver con su amiga azulosa, vestida de negro, que la esperaba en la mesa.

Hablaron las amigas en voz baja unos cuantos minutos, pagaron la cuenta y salieron del bar. El taxista que las llevó hasta la esquina donde solían hacer su noche les quiso cobrar más de lo que siempre habían pagado. Se inconformaron ellas, se enojó él: pero llegaron a un acuerdo intermedio: quince pesos.

La llovizna se había vuelto para entonces chubasqueada.

Se apearon así. La azul de negro le dijo a la negra de azul mejor vamos al hotel. Respondió la otra sí, aunque quería decir espérate un rato, pero el coche ya se había ido.

Iba por la esquina el taxi cuando un hombre vestido de blanco le hizo la parada. Sígase por la avenida, le pidió, hasta donde yo le diga, hasta donde yo le indique deténgase, y por favor encienda su radio. ¿tiene radio? El ex futbolista que conducía la unidad contestó que no eran horas de escuchar la radio, pero al fin la encendió y le hizo conversación sobre La bamba

Oídos sordos, el pasajero respondió que sí, que La bamba, que párese en ese lugar de tacos, ¿quiere comerse un taco conmigo? Yo estoy ruleteando, señor. Le pago y lo invito, no crea que ando de cabrón. El chofer apeó la unidad y se metió con el cliente a los tacos de carne. Cosas que suceden, que le pasan a los taxistas (así es la vida).

En la mesa de al lado una mujer que parecía artista devolvía a la mesa todo lo comido (tortilla, res, salsa verde, cilantro, refresco de manzana). Un joven con aspecto de contador público, trató de limpiarle la boca y de protegerla. Le dijo: bonita, amiga, qué loco, tranquila, bájale, chiquita...

Una señora gorda, de edad, que comía en la mesa más cercana también vomitó (casi lo mismo). Le había dado asco la escena (arco reflejo diafragmático). El hombre que la acompañaba se quedó helado con tanto vómito imprevisto. Mejor vámonos, le dijo a la gorda, sin ganas de decirlo, con pena y con náuseas (efecto cadena).

Y como ella no hizo el menor intento de ponerse de pie, el tipo salió del changarro a seguir su jaleo nocturno: a pescar gordas o flacas, sobrinas o ahijadas, una abuelita.

Húmeda y pegajosa era la noche. Daba mucho qué sudar: en la frente, en las axilas, en las manos, en la panza de la gente.

El ex acompañante de la vomitona frenó su cochecito para orinar a la vera de una calle que parecía callejón y que era una calzada poco transitada a esas horas. Al subirse el zíper se pellizcó accidentalmente el miembro. Sintió dolor, un dolor ya experimentado otras veces. Dos policías le dijeron ¡levanta las manos, no te quieras pasar de cabrón! Deslizaron sus manos (los judiciales) en busca de armas u otras cosas ilícitas: le encontraron una .22 con tres tiros útiles.

Nos vas a acompañar a la delegación, dijo el de aspecto menos jodido. Ya te llevó la chingada, lo secundó el más obeso.

Lo subieron a la patrulla a punta de piquetes en los riñones, le quitaron los anteojos, la cartera y el gorrito, lo hicieron beber casi un litro de aguardiente y lo botaron por allí: en un campo de futbol.

Al volver a la calzada, los policías se dirigieron, con la sirena encendida, hacia el sitio donde los travestis hacían su changarro. A cobrar la cuota. A manosear un rato las tetas de sus clientas, a recoger la cuota que el jefe esperaba antes de las tres de la mañana.

Uno de ellos, llamado Georgina, le encajó al obeso su navaja en la pierna izquierda, primero, y en el vientre, al cabo de medio minuto. Sangraba el uniformado y gritaba. Su compañero trató de sacar el arma pero al fin huyó, por pies y no en la patrulla, hacia el Sears o el Woolworth.

Georgina dijo: vámonos de aquí, es el momento de corrernos a casa de la Garbanza, mana. Y los dos trasvestis se hicieron de piernas por la avenida hasta que un coche les hizo la parada. Se subieron al rámbler verde sin haber terminado de negociar con el cliente el precio de sus servicios.

El joven conductor parecía contento. Le gustaban las noches lluviosas y oscuras. Ellos, Georgina y su amiga, creyeron que el tipo era un loco y prefirieron no negociar y salir del auto, con tranquilidad, al primer rojo del semáforo. El loco trató de preguntarles algo, pero ellas ya habían cruzado la calle y le hacían la parada a un taxi.

El hombre del volante les contó a las chicas que él era cirujano y que la ruleteada le daba más dinero que su profesionalidad. A ellos no les interesó mayormente la plática, pero lo escucharon a fin de lograr un descuento en el servicio.

Diecisiete pesos, les dijo. Tenemos diez: sacó un billete arrugado y húmedo la mana de Georgina. El cirujano recibió el importe del servicio. No pocas veces le había pasado, a esas horas y en noches así, recibir menos de lo que el taxímetro marcaba.

Subió por La Magdalena, se metió al tráfico nocturno de Rosario y se puso en la fila de los taxis de la central camionera.

Al cabo de cuarenta y dos minutos, un hombre con portafolios abordó la unidad. Pidió que lo condujera a la esquina de Joselito y Salchichón, en el centro. El taxista le preguntó que de dónde venía. De Ciudad Victoria. Y luego le platicó que era un cirujano que... Su cliente le dijo: yo soy vendedor de boticas. ¿Ah, sí?

En la esquina convenida el viajero pagó los veintidós pesos taximetrados y le dio su tarjeta al médico ruletero.

Una señorita, con aires de secretaria bilingüe ejecutiva, recibió al vendedor de boticas con un beso humedoso y pasó a los reclamos: el dinero, el plantón a los Jiménez, la ducha descompuesta, su falta de interés en ella, la sexualidad, el ojete de la salchichonería. Él dijo: estoy cansado, quiero una sopa. Yo no soy tu criada.

Le disparó un golpe hacia la oreja izquierda. Ella trató de esquivarlo (casi lo logra), y al fin lo insultó. El hombre volvió a dirigir su puño a la cara (al mentón) y lo estrelló contra la frente. La mujer corrió a la calle.

Húmeda y oscura era la noche.

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