jueves, marzo 25, 2004

Este es otro de Francisco Hinojosa, pero está mucho más chido que el de Segmentos...... ((según yo)) si no piensas lo mismo no me importa =)


1. Agoté la constitución y el Código Civil. Como no encontré ninguna ley que lo prohibiera me autonombré detective privado en una ceremonia intima y sencilla.

2. Mandé imprimir un ciento de tarjetas de presentación con un logotipo moderno que yo mismo diseñé.

3. La sala de la casa quedó transformada en una auténtica oficina de detective. Ordené mis libros detrás del escritorio, en una vitrina que resté al mobiliario del comedor, desempolvé un viejo sillón de familia para los clientes y dispuse el carrito-cantina junto al escritorio.

4. Pagué un anuncio en el periódico en el que ofrecía absoluta eficacia y discreción en toda índole de investigaciones.

5. Renuncié por teléfono a mi trabajo en la fábrica de clips. Mi jefe se lamentó: "Nos mete en un apuro, señor Sanabria, nadie como usted conoce esta empresa. Es una lástima."

6. Me puse corbata nueva y un saco sport, eché las piernas sobre el escritorio y me entregué a la lectura del periódico en espera de la llamada de mi primer cliente.

7. A las dos y veinte de la tarde, después de haber leído varias veces mi anuncio y de consumir todas las secciones, salí a comer. Necesitaba un trago fuerte para reanimarme.

8. Al llegar al bar colgué mi sombrero y mi gabardina en el perchero y pedí un escocés con agua mineral y dos tortas. A la tercera mordida tuve una buena idea que me permitiría auto-promoverme en el bar al tiempo que practicar algunas técnicas de mi nuevo oficio.

9. Le mostré al cantinero la única fotografía que llevaba en mi cartera. Un retrato reciente de mamá.

10. "No, señor", me dijo. "Personas como ella no son muy frecuentes en este lugar. ¿Es usted de la judicial?"

11. "Detective privado", le contesté. "Es probable que esta mujer haya asesinado a un hombre. Si la ve por aquí, no deje de avisarme." Le extendí mi tarjeta.

12. Al regresar a la oficina le llamé a mamá. Mi hermana me dijo que había salido a surtir algunos pedidos de las bufandas que tejía y que llegaría hasta la noche.

13. Hablé con mi hermana lo indispensable para colgar y dejar así libre la línea del teléfono.

14. Contento de mi buena actuación en el bar, me dormí con la esperanza de que el cantinero pudiera turnar mi tarjeta a alguno de sus clientes con problemas matrimoniales.

15. Me despertó el sonido del aparato. Contesté con la voz un tanto adormilada pero aún atractiva. Era Francisca, la hija de María Elena, mi ex esposa. "Tom, necesito hablar contigo", me dijo. "Es muy urgente." Le di cita al día siguiente por la mañana. Así podría pensar bien en una excusa para no enviarle dinero a María Elena.

16. A las ocho menos doce, luego de contemplar pacientemente la quietud del teléfono, decidí volver al bar. Un detective serio y analítico, pensé, no debería desesperarse tan pronto.

17. Me sentí un estúpido cuando le pregunté al cantinero "¿Nada nuevo, amigo?" "No señor. En absoluto." Y me sirvió un martini seco en vez del escocés que le había pedido.

18. Preferí tomarme ese perfume y no reclamar. Mostré la fotografía de mamá a un hombre que bebía junto a mí en la barra.

19. Cuando supo que yo era detective se interesó más por la fotografía. Pero a pesar de los esfuerzos que hizo por repasar mentalmente todos los rostros que alguna vez había visto, no reconoció a mamá.

20. "¿Qué ha hecho?", me preguntó "Homicidio", respondí. Intercambiamos tarjetas de presentación. Se llamaba Cornelio Campos, representante de una compañía farmacéutica.

21. Por la noche soñé que mamá entraba al bar, sacaba de su bolsa una ametralladora y acribillaba al cantinero. En respuesta, Cornelio le arrojaba una botella de whisky que se estrellaba en su blanca cabellera.

22. En el momento en que comprobaba que mi anuncio había vuelto a aparecer en el periódico llamaron a la puerta. Era Francisca.

23. Me había propuesto recibir a mi ex hijastra, a quien no veía desde hacía cinco años, con la mayor indiferencia de la que fuera capaz. Pero fue imposible: había dejado de ser una chiquilla de quince años para transformarse en una mujer atractiva y bien dotada.

24. Tuve que disculparme e ir al baño para ruborizarme sin que ella se diera cuenta.

25. "Tom, no sabes la sorpresa que me dio encontrarme con tu nombre en el periódico." "¿Te gusta leer los anuncios clasificados?", le pregunté con horror. "Oh, no, Tom. Déjame contarte..."

26. Me dijo que su novio había muerto la semana pasada. Según la versión oficial se había suicidado y según la suya lo habían asesinado. Le pregunté con tono escéptico cuáles eran las razones que tenía para sospechar algo tan delicado.

27. "En primer lugar, Chucho no se hubiera suicidado: íbamos a casarnos en agosto. En segundo, él tenía una pistola, no había razón para matarse con un puñal. Y en tercero, Chucho me había confiado unos días antes que alguien lo había amenazado de muerte..."

28. Sus sollozos me conmovieron. Cuando por fin pudo calmarse tras un largo vaso de escocés, terminó de contarme algunos detalles importantes para la investigación, me dio una fotografía de su ex novio, con el rostro un tanto escondido por un saxofón, y me hizo una lista de las personas con las que tenía relaciones estrechas.

29. Se despidió de mí con un beso que no llegó a hacer contacto con mi mejilla y salió sin que habláramos antes de mis honorarios por conceptos profesionales.

30. Como de alguna manera tenía que empezar las investigaciones, y sin dinero eso era imposible, tuve que llamarle a mamá para pedirle un préstamo a corto plazo.

31. -Por supuesto, hijo, puedes pasar por él cuando quieras-. Me reclamé a mí mismo las ofensas que le había hecho a su imagen. Guardé la fotografía bajo el cristal de mi escritorio.

32. Elegí al azar un nombre de la lista que elaboró Francisca. Como la casa del señor Ardiles, padre del finado, estaba muy lejos de mi oficina, decidí hacer una escala en el bar para pensar en las preguntas que le haría.

33. El cantinero miró detenidamente la fotografía de Chucho. "Es la víctima?" "Por supuesto", le respondí con malicia. "No, no creo haberlo visto por aquí. ¿Por qué cree usted que toda la gente de la ciudad viene a este bar? Podría intentar en otros..." Asentí con la cabeza y apuré los dos tragos que me restaban: uno de escocés y el otro de caldo de camarón.

34. El colectivo que me llevó hasta la casa del señor Ardiles tardó casi una hora en llegar. Desde que lo vi lo borré de la lista de sospechosos, pues podría tener cara de ladrón, de violador o de dentista, pero nunca de filicida.

35. "No sé por qué se le ha metido esa idea en la cabeza a Francisca", me dijo. "Chucho era un chico solitario, nervioso y con tendencia a la depresión. Su suicidio, en verdad, no me sorprendió tanto como a su madre o a sus amigos.

36. Joaquín Junco, dueño de la miscelánea La Zorrita: "Yo también creo que lo mataron, porque ese muchacho no es de esos que andan suicidándose así porque sí. Prométame que si agarra al hijo de puta que lo mató me va a avisar para que yo le ponga una buena madriza."

37. Georgina Mondragón, ex novia de Chucho: "Pobre Gordito, era tan bueno... Yo no creo que se haya suicidado ni que lo hayan matado."

38. Lucho Romo, amigo de la infancia del occiso y batería del grupo de jazz: "Pinche Chucho, yo creo que se aceleró. Le voy a decir la neta, míster Sanabria: se agarró la puñalada porque ya no lo estaban surtiendo, ¿me entiende?" Por supuesto que no le entendí una sola palabra. Todo lo que me dijo eran puras incoherencias. Pobre chico.

39. Casi era medianoche cuando llegué a recoger el dinero a casa de mamá. Ella n o estaba, como ya era su costumbre; me había dejado un fajo de billetes con mi hermana. Nunca pensé que las bufandas le pudieran dejar tanto. Decidí tomar sólo uno de a cinco mil.

40. Eché las piernas sobre el escritorio y me puse a revisar mi libreta de apuntes. Aún no tenía ninguna pista concreta. El único comentario que me preocupaba era el de Georgina Mondragón: quizá fuera cierto que no se trataba de un suicidio o de un asesinato. Un accidente, por qué no.

41. De pronto me sentí incapaz de resolver el caso. Tuve que empujarme lo que sobró de la botella de whisky para quedarme dormido.

42. Al despertar, Francisca estaba frente a mí, con una taza de café en una mano y con mi correspondencia en la otra. Su atuendo era una provocación clara, definida, victoriosa. "Perdona que haya entrado así a tu casa, Tom. La puerta estaba abierta..."

43. Después de afeitarme y vestirme volví con Francisca. Me esperaba sentada en mí escritorio, con otra taza de café en las manos y con un cigarrillo en su boca.

44. "Ayer por la noche", empezó, "recibí un telegrama. Es la prueba de que no estoy loca, de que Chucho fue asesinado. Tengo miedo, Tom, mucho miedo."

45. LAMENTABLE SUICIDIO (PUNTO) NO QUEREMOS OTRO SENSIBLE ACAECIMIENTO (PUNTO) MANOLA.

46. "No tengo idea de quién pueda ser esa Manola, Tom. Debes creerme. También a mí me quieren matar y no sé por qué, de verdad..."

47. Apagué su llanto con un poco de brandy que sobraba en la licorera. Guardé el telegrama y le pedí a Francisca que se quedara en la oficina porque podía ser peligroso que estuviera sola en la calle. Le ofrecí mi biblioteca.

48. Antes de pasar a telégrafos decidí darme una vuelta por la casa de la mamá de Chucho. Durante el trayecto del taxi no pude quitarme de la cabeza la figura de Francisca. Era adorable.

49. Tuve una repentina corazonada que me llevó a aventurar un comentario: "Señora Pereira", le dije, "un amigo de su hijo, un tal Lucho, me insinuó que a su hijo no lo surtían. ¿Tiene idea de a qué se refería?"

50. "Chucho era bueno, señor Sanabria, créamelo. Reconozco que tenía ese pequeño defecto. Pero lo que lo estaba hundiendo no eran las pastillas. El verdadero problema era que él servía de intermediario entre sus amigos y los vendedores de la mercancía, ¿me explico?"

51. Por supuesto que se explicaba. Ya había tenido la sospecha de que existía algo turbio en el caso: drogadicción, narcotráfico, farmacodependencia. Sabía que algo tenía aquel rostro oculto tras el saxofón.

52. La señora Pereira no pudo darme ninguna pista más. Al despedirme la vi tan afligida que preferí dejarle mi tarjeta en la mesa del recibidor.

53. El empleado de Telégrafos se rió de mí cuando le dije que era detective privado y que estaba buscando a la persona que había escrito el telegrama. "Usted cree que yo me dedico a leer las pendejadas que escribe la gente. Pues se equivoca amigo, yo sólo cuento palabras y cobro el importe."

54. Lo amenacé de complicidad en el homicidio si no cooperaba, pero solamente logré que me despidiera con un par de altisonantes insultos, a los que no respondí por ética profesional.

55. Paré en el supermercado para comprar una botella de whisky y dos órdenes de paella preparadas.

56. Al entrar en mi oficina, Francisca no hizo siquiera el intento de bajar las piernas de mi escritorio. La sorprendí leyendo mi correspondencia.

57. Nos miramos a los ojos un largo minuto sin decir palabra. Por fin me acerqué a ella, le arrebaté la carta que había violado, tomé su bolso y lo vacié sobre el escritorio.

58. Un bilé, un bolígrafo, un monedero, un cepillo atiborrado de cabellos rubios, un estuche de kleenex, un par de medias nylon, dos limones y un frasquito con pastillas rojas y amarillas.

59. "No contaba con que tú me mintieras", le reclamé. "Será mejor que empieces por decirme a quién compraba Chucho esas porquerías."

60. Por fin se dignó a bajar las piernas de mi escritorio y corrió a abrazarme con todas sus fuerzas. Mi debilidad de ex padrastro ayudó a que el enojo se transformara en compasión. "Tengo miedo, Tom. Si fueron capaces de matar a Chucho, también lo harán conmigo. No dejes que me maten, por favor, Tom, no dejes que..."

61. Luego de estrenar la botella de whisky la recosté en el sillón de los clientes y le prometí no menos de una docena de veces que no la iban a matar mientras yo viviera. "No te preocupes, pequeña, Tom te va a proteger. Sólo necesitas ser buena y decirme a quién le compraba Chucho esas pastillas."

62. "Lo acompañé varias veces con el vendedor. Le dicen Richard y, si las cosas no han cambiado, se le puede encontrar entre las cuatro y las cinco de la tarde en un bar llamado La Providencia. Es un hombre gordo, canoso, arrugado. Siempre usa botas vaqueras y tirantes. Es peligroso. No dejes que te mate."

63. Cuando por fin la pude dejar dormida sobre el sillón de los clientes llamaron por teléfono. Era el cantinero. Dijo que la persona a la que yo buscaba se encontraba en esos momentos en su bar.

64. "¿Mamá en un bar?", me pregunté.

65. El parecido físico era sorprendente, lo reconozco, pero quienquiera que conozca a mamá no podría confundirla con semejante vulgaridad de señora. El cantinero resultó ser un poco miope en lo que se refiere a las almas humanas.

66. Sin embargo, me vi obligado a seguir el juego detectivesco para atraer a futuros clientes. La conversación con ella fue difícil, ya que Cornelio y el cantinero me observaban atentamente, como si de un momento a otro yo fuera a ponerle esposas a la señora y a leerle sus derechos.

67. Quizás fue el aburrimiento que me causaba la situación lo que me llevó a practicar la misma técnica que utilicé con mi ex hijastra y que tan buenos resultados me dio.

68. Con un movimiento brusco, intenté vaciar su bolso sobre la mesa. Pero, por una reacción contraria a la que tuvo Francisca, la sospechosa me estrelló en la cabeza su asqueroso vaso de vodka antes de que sus efectos personales terminaran de hacer contacto con la mesa. En cuanto me di cuenta de mi error y traté de defenderme, la señora me remató con un cenicero en la nariz que me nubló la vista.

69. Al volver en mí, Cornelio intentaba darme un trago de cerveza. "No pudimos detenerla, señor Sanabria", se disculpó el cantinero. "Estaba tan furiosa que bien hubiera podido enfrentarse con un ejército. Ya lo creo que debe tratarse de una asesina peligrosa."

70. "No se preocupen", calmé a mis afligidos interlocutores. "El verdadero asesino se encuentra en estos momentos en un bar llamado La Providencia."

71. Cornelio se ofreció a acompañarme. Tenía un Ford cincuenta y tantos que amenazaba con dejarnos en cada esquina. Por el camino le platiqué lo poco que sabía acerca del tal Richard.

72. "No tenga miedo, mi detective -me animó-, llevo conmigo una navaja y se muy bien cómo usarla." Tuve que mentirle: le aseguré que yo llevaba un revólver en la bolsa del saco.

73. A las cuatro y media llegamos a La Providencia. Ningún tipo, de los pocos que había en el bar, se parecía a la descripción que Francisca me dio de Richard. Ordenamos dos cervezas.

74. Mientras esperábamos el arribo del homicida, Cornelio se dedicó a platicarme la historia de su vida. Después de convencerme de que era todo un experto en el manejo de diversas armas, desde una escopeta hasta la soga, me confesó que había pasado varios años en la cárcel por haber intentado ahorcar a su esposa.

75. Empezaba a exponer las razones que lo llevaron a su frustrado intento conyugicida cuando descubrimos a Richard, con sus botas vaqueras y sus tirantes. Bebía tequila y cerveza en una mesa contigua a la nuestra.

76. Para impedir que tuviera tiempo de escaparse o de que él nos atacara primero, se me ocurrió un brillante plan, que le confié a Cornelio en secreto.

77. Con el pretexto de una supuesta ebriedad, mi compañero y yo nos subimos a la mesa con la intención de bailar el chachachá que retumbaba en el bar, pero en vez de marcar el paso saltamos felinamente sobre nuestro hombre.

78. Cornelio lo apresó del cuello y yo de la cintura. Richard no tuvo tiempo siquiera de tragar el sorbo que le había dado a su tequila.

79. "Te estamos apuntando con pistolas", le dije al verlo cegado por la sorpresa. "Un solo movimiento en falso y no dudaremos en atravesarte las tripas, cerdo."

80. Con voz serena, grave, inteligente, dije a todos los que se encontraban en el bar que éramos de la policía y que les pedíamos, a excepción de los empleados, que salieran de allí cuanto antes.

81. Luego obligué a Richard a que mantuviera las manos sobre el piso mientras lo registraba. Encontré una 38 especial en la bolsa del saco y una 45 en la parte trasera del pantalón. Le pasé a Cornelio la de menor calibre.

82. "Ahora vas a ser un buen chico -hostigué al viejo- y vas a salir con nosotros. Si intentas escapar, despídete para siempre de tus tequilas." Al salir del bar tiré sobre la barra uno de a mil.

83. Me incomodaba un poco la docilidad del tipo, pues todo lo que le pedía lo acataba sin reparos. Lo subimos al Ford y, antes de interrogarlo, le dimos un paseo por las calles solitarias.

84. "No somos amigos -acometí-, de eso puedes estar muy seguro. Estás acusado de homicidio, con los tres agravantes, y de narcotráfico y corrupción de menores. Y no te vamos siquiera a leer tus derechos." "No tienen ninguna prueba contra mí -se defendió-, yo no he matado a nadie, de verdad..., yo no fui."

85. "Fue Teté", se burló con mal estilo Cornelio. "En estos momentos, Richard, te vamos a llevar a un pequeño cuartito donde se encuentran reunidos todos los amigos de Chucho, ¿lo recuerdas, cariño?", volvió a arremeter Cornelio con evidente vulgaridad, aunque no sin una cierta sutileza en su amenaza que me dejó satisfecho.

86. "Les repito que yo no maté al muchacho y que no existe ninguna prueba contra mí. Pueden hacerme lo que quieran: no escupiré nada." Después de darle a Richard un fuerte codazo en las costillas, Cornelio arrancó su destartalado e inofensivo Ford.

87. A fuerza de bofetadas Richard se ablandó y nos propuso un trato: nos llevaba con Manola, la verdadera asesina y jefa de la organización de narcotráfico, a cambio de su libertad. Le contesté que lo máximo que podía ofrecerle era dejarlo suelto después de atrapar a la tal Manola. En adelante, él tendría que defender esa libertad.

88. "Excelente, mi detective, excelente", dijo con evidente admiración Cornelio, ansioso de entrar en acción y demostrarme su habilidad en el uso del cuchillo. Pronto lo desilusioné.

89. "Quizás necesitemos refuerzos para entrar en casa de Manola. No sabemos cuántos hombres puedan estar allí esperándonos. Pero no te preocupes, eso yo lo soluciono. Tengo un amigo en la policía. Tú cuida a Richard mientras yo le llamo por teléfono."

90. El comandante Cipriano Herrera había sido durante algún tiempo el detective de la fábrica de clips. Un día lo salvé de que lo despidieran por quedarse dormido. Desde entonces prometió pagarme el favor. Cuando le dieron su nombramiento en la Policía me llamó para ponerse a mis órdenes. Marqué su número.

91. "¿Dónde puedo encontrarte, Tomás?" "Estoy en la esquina de La Paz y Revolución. Conmigo está el soplón y un amigo que ahora le apunta con la pistola." "Tardaré unos quince minutos -me dijo-, espérame allí."

92. Le llamé también a Francisca para pedirle que se reuniera con nosotros y pudiera así ver el desenlace del caso que me había comentado.

93. En el Ford, Richard se encontraba con las manos fuertemente amarradas con una corbata. Cornelio le picaba las costillas con su navaja: "Trató de escaparse, Tomás, pero a mí ningún cerdo me engaña. ¿O no es cierto, Ri-car-do?", le dijo al acusado despectivamente.

94. Primero llegó Francisca, que me besó cálidamente la mejilla, y un poco después Cipriano en un Mercedes viejo sin placas. Me abrazó con tal fuerza que cualquiera hubiera pensado que éramos dos hermanos que acababan de reencontrarse después de una guerra.

95. Jaló de los cabellos a Richard y lo metió en su Mercedes, donde lo esperaban otros tres hombres con sus respectivos rifles. "Hace varios años que estamos buscando a Manola. Así es que el favor, en realidad, me lo has hecho tú a mí. Ya sabré cómo pagártelo."

96. Nos dirigimos hacia el sur hasta el pueblo de Tlalpan, justo en la zona en la que pasé una buena parte de mi infancia y mi adolescencia.

97. Me vinieron a la mente las cascaritas que jugábamos de niños contra un equipo de la avenida. ¡Qué épocas!

98. Al detenerse el Mercedes, el primero en bajar fue Richard, seguido por las cuatro espaldas de la policía y, tras ellos, nosotros: Cornelio, desafiante, y Francisca, temerosa, bajo mi hombro.

99. Yo creo que nunca había sentido latir mi corazón tan aceleradamente. Y no era por la emoción que significaba acercarme con éxito al término de mi primer trabajo como detective, sino por la sorpresa que el destino me tenía reservada.

100. Al abrirse la puerta de la casa señalada por Richard, mis ojos se llenaron de lágrimas al mismo tiempo que Cornelio gritaba jubiloso: "Es ella, Tomás, la de la fotografía. ¡La encontramos!"

miércoles, marzo 24, 2004

Y ahora uno de la Mastretta, que está medio rancio, pero en su tiempo me gustó...


Era tan precavida la tía Mari que dejó comprado el baúl de olinalá en el que deberían de poner sus cenizas. Y ahí estaba, en mitad del salón hasta donde todos los que la quisieron habían llegado para pensar en ella.

Tía Mari tuvo una amiga de su corazón. Una amiga con la que hablaba de sus pesares y sus dichas, con la que tenía en común varios secretos y un montón de recuerdos, una amiga que estuvo sentada junto al cofrecito sin hablar con nadie durante todo el día y toda la noche que duró el velorio. Al amanecer, se levantó despacio y fue hasta él. Cuando estuvo cerca, sacó de su bolsa un frasco y una cuchara, alzó la tapa de madera perfumada y con la cuchara tomó dos tantos de cenizas y los puso en el frasquito. Hizo todo con tal sigilo que quienes estaban en la sala imaginaron que se había acercado para rezar.

Sólo fue descubierta por un par de ojos, a su dueña le rindió cuentas tras verlos brincar de sorpresa:
-No te asustes- le dijo-. Ella me dio permiso. Sabía que me hará bien tener un poco de su aroma en la caja donde están las cenizas de los demás. Siempre que puedo me llevo un poco de los seres a los que seguiré queriendo después de muerta, y lo mezclo con los anteriores. Ella me regaló la caja de marquetería donde los guardo a todos. Cuando yo me muera, me pondrán ahí adentro y me confundiré con ellos. Después, que nos entierren o que nos echen a volar, pero juntos.

domingo, marzo 14, 2004

Jooo, cuentos y más cuentos.... ahora voy a poner uno de José Emilio Pacheco, se llama El viento distante:


La noche es densa. Sólo hay silencio en la feria ambulante. En un extremo de la barraca el hombre cubierto de sudor fuma, se mira al espejo, ve el humo al fondo del cristal. Se apaga la luz. El aire parece detenido. El hombre va hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira la tortuga que yace bajo el agua. Piensa en el tiempo que los separa y en los días que se llevó un viento distante.

Adriana y yo vagábamos por la aldea. En una plaza encontramos la feria. Subimos a la rueda de la fortuna, el látigo y las sillas voladoras. Abatí figuras de plomo, enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que predecía mi porvenir.

Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitía la dicha; es decir, el momentáneo olvido del pasado y el futuro. Me negué a internarme en la casa de los espejos. Adriana vio a orillas de la féria una barraca aislada y miserable. Cuando nos acercamos el hombre que estaba a las puertas recitó:

- Pasen señores. Conozcan a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtio en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su boca la narración de su tragedia.

Entramos. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cara de niña y su cuerpo de tortuga. Adriana y yo sentimos vergüenza de estar allí y disfrutar la humillación del hombre y de una niña que con toda probabilidad era su hija. Terminado el relato, Madreselva nos miró a través del acuario con la expresión del animal que se desangra bajo los pies del cazador.

- Es horrible, es infame - dijo Adriana en cuanto salimos de la barraca.

- Cada uno se gana la vida como puede. Hay cosas mucho más infames. Mira, el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario. La ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Es simple como todos los trucos. Si no me crees, te invito a conocer el verdadero juego.

Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me suplicó que la apartara. Al poco tiempo nos separamos. Después nos hemos visto algunas veces pero jamás hablamos del domingo en la feria.

Hay lágrimas en los ojos de la tortuga. El hombre la saca del acuario y la deja en el piso. La tortuga se quita la cabeza de niña. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la toma en sus brazos, la atrae a su pecho, la besa y llora sobre el caparazón húmedo y duro. Nadie entendería que la quiere ni la infinita soledad que comparten. Durante unos minutos permanecen unidos en silencio. Después le pone la cabeza de plástico, la deposita otra vez sobre el limo, ahoga os sollozos, regresa a la puerta y vende otras entradas. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.

sábado, marzo 13, 2004

hey! Me encontré un cuento chidillo de Francisco Hinojosa, se llama: Segmentos de una noche húmeda y oscura:


Disparó un golpe hacia la oreja izquierda. Ella trató de esquivarlo (casi lo logra), y al fin lo insultó. El hombre volvió a dirigir su puño a la cara (al mentón) y lo estrelló contra la frente. La mujer huyó por la avenida.

Un taxista quiso ayudar a la muchacha, ponerla a salvo del salvaje, hacerla de héroe. Luego la deseó. Ella logró zafarse de las manotas del conductor, pudo abrir la portezuela y corrió hacia la panadería. Tropezó con la acera y al fin se desvaneció. Oscura era la calle. Húmeda. Y ella en camisón, con la sangre seca en la cara. Los brazos y las piernas lánguidas, flojas por el esfuerzo.

Otro hombre, vestido de esquimal, quiso auxiliarla: permítame, le dijo. Ella se empapó la cara (lágrimas eran), y luego comenzó a gritar. El generoso hombre le pidió que no se pusiera así, que sólo quería ayudarla: socorrerla era su intención. Ella se puso más. Y al generoso le entró el miedo de la escena, el qué dirán. Era mejor poner los pies en lodosa, antes de que un uniformado...

Al volver a su casa su mujer le dijo que por qué tanto escandalo, ándate a otros lados con tus escandalitos, con tu maldita neurosis de todos tus cotidianos: no vengas a apagarnos la luz que tanto, que tanto... Hazlo por tus tres hijos, que no tienen la culpa de tus nocturnidades. ¿Me escuchas?

Él sudaba de a verano con mosquitos. Quiso argüir y no pudo de tanta agitación. Ya pasado el enojo por la intempestiva ruidosidad, ella se interesó por los detalles de su extraño convulcioneo. Le contó la historia de la histérica. Y ella le dijo que había que ayudar a la chica. Es cierto, contestó el hombre, ya más calmado: mirar por el bien de la chica. Y así salieron del hogar en busca de la persona.

Pero la vilipendiada (sonrojada, presunta víctima) ya no estaba allí. En su lugar pacía una joven que temblaba acurrucada al pie de un árbol. No es ella, dijo él. Pero tiene fiebre la pobre, dijo ella. La pobre tenía una calentura de 38 y medio. Él le dijo a su señora que no se metiera. No es posible que a mí me digas que no me meta, le reclamó. La pobre quiso decir algo, pero al fin se enconchó más. Hay que llamar a la policía, a la ambulancia, al ministerio, a la cruz, a los diputados, propuso él. ¡Hay que hacer algo!, le gritó su esposa, ¡No te quedes parado como idiota!

Un hombre vestido de mariachi se acercó con su linterna para preguntar que por qué tanto griterío frente a su mísero hogar. Ella le explicó algo del asunto. Él se refirió a los detalles que los llevaron a la histérica. El mariachi dijo: es mi sobrina, yo me encargo, no hagan moscas, es mi cuestión, lárguense, déjenme a solas con mis broncas. O se van o se van porque así es este asunto. Miren cómo me la pusieron: si así no estaba.

Y la pobre seguía tiritando cuando el mariachi la cargó en brazos. La pareja dijo hasta luego y se perdió en la calle. Oscura y lluviosa.

El mariachi depositó a la pobre en su propio lecho y le ofreció un caldo de frijol con cebolla y cilantro envejecido. La niña lo rechazó y pidió agua. El tío a gritos la trató de calmar: ¡cállate porque te van a oír! La pobre lloró y gimió con más fuerza. Y la vecina, de fisgona como era su reputación, se puso a ver desde la ventana.

Es una niña, señor Guzmán, se metió en la cosa de intempestiva, y parece que está enferma. Es mi sobrina, pinche vieja, deje de estarme fisgoneando porque le va a pesar. Ocúpese de su chiquero y de su niño muerto y a mí déjeme con mis cuitas. ¿Qué no ve que mi sobrina...?

Su sobrina: ¡pura madre! Si no me la da ahora mismo se le va a poner bonito. Le juro por lo más sagrado que no se la va a acabar, hijo de la..., puritito hijo de la chingada. A mí no me venga con sus engaños, señor Guzmán: lo tengo bien relacionado.

La pobre muchacha trató de esforzarse: se puso en pie y cayó al suelo a los cuatro pasos. Andaba en los 38.7 grados: con una infección de alveolos, faringe, tráquea y un cacho de pulmón.

Conmigo no se ande de cuentero: qué sobrina ni qué madres.

Llévesela, doña, es toda suya. Con tal de que me deje de fisgonear, con tal de que me deje de andar siguiendo con su inquina.

La vecina se metió por la ventana y cargó a la niña infectada, fiebrosa.

Lleve a mi sobrina a un hospital, como que se está muriendo, ¿no cree? No se le vaya a andar quedando en las manos por estar de entrometida. Se ve que no hala el aire como Dios debe y manda. Allá usted si se la lleva.

Calle el hocico, le respondió la vecina, si no voy a saber que la quería para su contento..., para su regocijo: viejo enverdoso.

Son cosas que se imagina, dijo el mariachi. Mejor dedíquese a tirar las tortillas y al lavadero..., si para algo la hizo Dios.

Pero ellas ya había salido de la casa. Y un perro de la cuadra que se pone juguetón y casi tumba a la señora con la enfermita. Y el mariachi que se ríe y se sube a su cochecito, lo echa a andar y se pone a hacer su rondín nocturno. Las calles vacías y empantanadas. La noche oscura y mojada por una llovizna remilgosa.

Un muchacho, con ropas de cadete, no se fijó al cruzar la avenida y el cochecito del mariachi lo embistió de lleno.

Ya no sentía el joven las piernas y trataba de halar en vano. El conductor (el mariachi) miró apenas la escena y se dió a la fuga: a la derecha y luego a la izquierda, por la avenida: nadie lo había visto.

Otro conductor, vestido de civil (con cachucha), se frenó al ver el cuerpo del muchacho en el pavimento. Desamparado sobre el asfalto, el cadete atropellado se movía con dificultad y con muestras de dolor en las rodillas, los omoplatos y la cabeza.

El conductor, agitado, llamó por el celular a un amigo para pedir el teléfono de la Cruz Roja. Al cabo de un rato marcó el número y solicitó el servicio. Cuando la operadora le requisitó su nombre y su domicilio, el accidental solicitador dijo, primero, ¡Qué importa!, y luego improvisó un seudónimo y una dirección falsa.

Entonces, una viejita lo sorprendió por la espalda y le preguntó si él lo había atropellado. El conductor trató de explicarle todo lo sucedido, su llamada a la Cruz, su agitación interna. Pero ella no le creyó y se puso a gritar ¡que no escape, que no escape! ¡Pinche asesino atropellador ojete!

Mientras, el accidentado vomitaba sangre y pedacitos de algo. Sus pulmones y su corazón se empezaban a detener.

Y el del celular, anerviosado por la acusación de la anciana, que se escapa en su coche veloz sin que su increpadora pudiera anotar el número de la placa o distinguiera el modelo y año del carrazo.

Quince minutos después, el joven del valet parking que le recibió el auto le dijo que si no necesitaba ayuda. El del celular le dio un billete y se metió a la discoteque.

Una muchacha de pelo lacio (llamada Marielena) trató de besarlo con la lengua de fuera, provocativamente. El joven trató de negarse pero al fin aceptó el beso y la lengua: quería olvidar el asunto: ir a lo que iba: fiesta, besuqueos, ginebra, baile, mota, madrazos.

La lacia le preguntó que si no le invitaba un poco. El muchacho la tomó de la mano, la llevó a uno de los jardines y le ofreció un cigarrillo a medio consumir. Luego de dos fumadas, ella le lamió las cejas y la nariz.

Entonces se escuchó un disparo. Sobre la pista de baile yacía un joven de mediana estatura, pantalones acampanados y camiseta naranja. Una chica sin brasier se puso a gritar. Un hombre de sesenta o setenta le tomó el pulso a la víctima y movió la cabeza: está frío, dijo.

¡Está muerto!, gritó una mujer de senos caídos. El homicida, que ya había escondido el arma en la chamarra, dijo que lo lamentaba y corrió hacia la salida, donde el empleado del valet parking lo hizo esperar largos tres minutos para entregarle su deportivo negro.

El asesino vagó un rato por la colonia antes de estacionarse frente a un antro llamado "Lavadero". La barwoman le preguntó: ¿qué onda? Él prefirió quedarse callado, ensimismarse, beber su coctel.

Una negra vestida de azul se sentó en la barra, a su lado, y le preguntó lo mismo. Se sobrepuso el homicida, la tomó de la mano con fuerza y, llorando, le dijo que había matado. La negra le pasó los dedos por la nuca y le dijo que ya, cabrón, déjate de tus idioteces, déjate de esas tus pinches paranoias, y le dio un beso en la frente, antes de volver con su amiga azulosa, vestida de negro, que la esperaba en la mesa.

Hablaron las amigas en voz baja unos cuantos minutos, pagaron la cuenta y salieron del bar. El taxista que las llevó hasta la esquina donde solían hacer su noche les quiso cobrar más de lo que siempre habían pagado. Se inconformaron ellas, se enojó él: pero llegaron a un acuerdo intermedio: quince pesos.

La llovizna se había vuelto para entonces chubasqueada.

Se apearon así. La azul de negro le dijo a la negra de azul mejor vamos al hotel. Respondió la otra sí, aunque quería decir espérate un rato, pero el coche ya se había ido.

Iba por la esquina el taxi cuando un hombre vestido de blanco le hizo la parada. Sígase por la avenida, le pidió, hasta donde yo le diga, hasta donde yo le indique deténgase, y por favor encienda su radio. ¿tiene radio? El ex futbolista que conducía la unidad contestó que no eran horas de escuchar la radio, pero al fin la encendió y le hizo conversación sobre La bamba

Oídos sordos, el pasajero respondió que sí, que La bamba, que párese en ese lugar de tacos, ¿quiere comerse un taco conmigo? Yo estoy ruleteando, señor. Le pago y lo invito, no crea que ando de cabrón. El chofer apeó la unidad y se metió con el cliente a los tacos de carne. Cosas que suceden, que le pasan a los taxistas (así es la vida).

En la mesa de al lado una mujer que parecía artista devolvía a la mesa todo lo comido (tortilla, res, salsa verde, cilantro, refresco de manzana). Un joven con aspecto de contador público, trató de limpiarle la boca y de protegerla. Le dijo: bonita, amiga, qué loco, tranquila, bájale, chiquita...

Una señora gorda, de edad, que comía en la mesa más cercana también vomitó (casi lo mismo). Le había dado asco la escena (arco reflejo diafragmático). El hombre que la acompañaba se quedó helado con tanto vómito imprevisto. Mejor vámonos, le dijo a la gorda, sin ganas de decirlo, con pena y con náuseas (efecto cadena).

Y como ella no hizo el menor intento de ponerse de pie, el tipo salió del changarro a seguir su jaleo nocturno: a pescar gordas o flacas, sobrinas o ahijadas, una abuelita.

Húmeda y pegajosa era la noche. Daba mucho qué sudar: en la frente, en las axilas, en las manos, en la panza de la gente.

El ex acompañante de la vomitona frenó su cochecito para orinar a la vera de una calle que parecía callejón y que era una calzada poco transitada a esas horas. Al subirse el zíper se pellizcó accidentalmente el miembro. Sintió dolor, un dolor ya experimentado otras veces. Dos policías le dijeron ¡levanta las manos, no te quieras pasar de cabrón! Deslizaron sus manos (los judiciales) en busca de armas u otras cosas ilícitas: le encontraron una .22 con tres tiros útiles.

Nos vas a acompañar a la delegación, dijo el de aspecto menos jodido. Ya te llevó la chingada, lo secundó el más obeso.

Lo subieron a la patrulla a punta de piquetes en los riñones, le quitaron los anteojos, la cartera y el gorrito, lo hicieron beber casi un litro de aguardiente y lo botaron por allí: en un campo de futbol.

Al volver a la calzada, los policías se dirigieron, con la sirena encendida, hacia el sitio donde los travestis hacían su changarro. A cobrar la cuota. A manosear un rato las tetas de sus clientas, a recoger la cuota que el jefe esperaba antes de las tres de la mañana.

Uno de ellos, llamado Georgina, le encajó al obeso su navaja en la pierna izquierda, primero, y en el vientre, al cabo de medio minuto. Sangraba el uniformado y gritaba. Su compañero trató de sacar el arma pero al fin huyó, por pies y no en la patrulla, hacia el Sears o el Woolworth.

Georgina dijo: vámonos de aquí, es el momento de corrernos a casa de la Garbanza, mana. Y los dos trasvestis se hicieron de piernas por la avenida hasta que un coche les hizo la parada. Se subieron al rámbler verde sin haber terminado de negociar con el cliente el precio de sus servicios.

El joven conductor parecía contento. Le gustaban las noches lluviosas y oscuras. Ellos, Georgina y su amiga, creyeron que el tipo era un loco y prefirieron no negociar y salir del auto, con tranquilidad, al primer rojo del semáforo. El loco trató de preguntarles algo, pero ellas ya habían cruzado la calle y le hacían la parada a un taxi.

El hombre del volante les contó a las chicas que él era cirujano y que la ruleteada le daba más dinero que su profesionalidad. A ellos no les interesó mayormente la plática, pero lo escucharon a fin de lograr un descuento en el servicio.

Diecisiete pesos, les dijo. Tenemos diez: sacó un billete arrugado y húmedo la mana de Georgina. El cirujano recibió el importe del servicio. No pocas veces le había pasado, a esas horas y en noches así, recibir menos de lo que el taxímetro marcaba.

Subió por La Magdalena, se metió al tráfico nocturno de Rosario y se puso en la fila de los taxis de la central camionera.

Al cabo de cuarenta y dos minutos, un hombre con portafolios abordó la unidad. Pidió que lo condujera a la esquina de Joselito y Salchichón, en el centro. El taxista le preguntó que de dónde venía. De Ciudad Victoria. Y luego le platicó que era un cirujano que... Su cliente le dijo: yo soy vendedor de boticas. ¿Ah, sí?

En la esquina convenida el viajero pagó los veintidós pesos taximetrados y le dio su tarjeta al médico ruletero.

Una señorita, con aires de secretaria bilingüe ejecutiva, recibió al vendedor de boticas con un beso humedoso y pasó a los reclamos: el dinero, el plantón a los Jiménez, la ducha descompuesta, su falta de interés en ella, la sexualidad, el ojete de la salchichonería. Él dijo: estoy cansado, quiero una sopa. Yo no soy tu criada.

Le disparó un golpe hacia la oreja izquierda. Ella trató de esquivarlo (casi lo logra), y al fin lo insultó. El hombre volvió a dirigir su puño a la cara (al mentón) y lo estrelló contra la frente. La mujer corrió a la calle.

Húmeda y oscura era la noche.